Prof. D. Antonio Carrillo Salcedo
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Discurso de investidura como Doctor Honoris Causa del Prof. D. Antonio Carrillo Salcedo
Nombrado Doctor Honoris Causa en el acto del día de la Universidad del curso 02/03
Excmo. Sr. Rector Magfco.,
Excmos. e Ilmos. Sres.,
Sres. Doctores.
Compañeros y amigos,
Señoras y Señores:
Quisiera ante todo manifestar públicamente mi profunda y sincera gratitud por la distinción que hoy recibo de la Universidad Carlos III, que me honra al incorporarme a su Claustro de Doctores.
Gracias, Excmo. y Magfco. Sr. Rector. Gracias profesor Dr. Mariño Menéndez, por la laudatio que ha tenido la generosidad de hacer en defensa de este doctorado honoris causa.
Soy fruto de un quehacer investigador y docente iniciado en el otoño de 1956 en la Universidad de Sevilla y proseguido luego en las Universidades de Madrid, Granada, Autónoma de Madrid, y finalmente Sevilla a la que volví en el verano de 1980. Experiencia completada con el trabajo llevado a cabo en otros centros de investigación, entre los que mencionaré la Academia de Derecho Internacional de La Haya y su Centro de Investigaciones, el Collége d’Europe en Brujas, el Instituto Internacional de Derechos Humanos en Estrasburgo, la Universidad de París, el Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coimbra, y el Instituto Universitario Europeo de Florencia.
Los centros de investigación y los distintos medios universitarios en los que me he formado han supuesto, ante todo, el magisterio de personas a quienes hoy tengo muy presentes y a quienes es de justicia que en este acto exprese mi gratitud, porque hay deudas que nunca pueden pagarse pero que siempre pueden y deben ser reconocidas..
Ante todo, la deuda de gratitud con mis profesores en la Facultad de Derecho de la Universidad de Sevilla durante mis estudios de Licenciatura entre 1951 y 1956, que simbolizaré en Don Manuel Jiménez Fernández, Don Ramón Carande y Don Alfonso de Cossío. Allí, en Sevilla, tuve el doble privilegio de ser discípulo de Mariano Aguilar Navarro (a quien seguí a la Universidad de Madrid en 1960 y que siempre fue y será mi maestro), y trabajar junto a Roberto Mesa Garrido y Julio González Campos, con quines compartí y comparto convicciones y esperanzas.
En la Universidad de Madrid, entre 1960 y 1962, el magisterio de los profesores Don Antonio de Luna, Don Federico de Castro- en su seminario del Instituto de Estudios Jurídicos – y Don Antonio Truyol y Sierra, cuya amistad me honra y cuyo ejemplo intelectual es siempre un gozo y un estímulo.
En la Universidad de Granada, entre 1963 y 1974, el estímulo del profesor Francisco Murillo Ferrol (con quien organicé un seminario interdisciplinar de Ciencia Política y Relaciones Internacionales) y el ejemplo del profesor Federico Mayor Zaragoza, mi Rector entre 1968 y 1972.
Y en dicha universidad, las tesis doctorales de los primeros discípulos, luego compañeros y desde entonces amigos: Elisa Pérez Vera, Alejandro Rodríguez Carrión, María Luisa Espada Ramos y José María Espinar Vicente.
En la Universidad de París, dos profesores muy diferentes en sus concepciones y estilos pero que influyeron hondamente en mi formación: Henri Batiffol, en Derecho Internacional Privado, y René-Jean Dupuy en Derecho Internacional Público.
En la Universidad de Coimbra, las reflexiones y el estímulo intelectual de los profesores Boaventura de Sousa Santos y José Manuel Pureza, de quines aprendí una visión crítica del mito de la globalización, que en realidad no existe porque lo único cierto en ella es una especie de apartheid global.
Entre las instituciones distintas de las universidades, mencionaré especialmente a la Academia de Derecho Internacional de la Haya, en la que he recibido el magisterio de los profesores Max Soerensen, Paul Reuter y Charles Chaumont, y el estímulo de mis compañeros en la Academia y en el Centro de Investigaciones en los años 1959 y 1960: Daniel Bardonnet, Gérard Cohen-Jonathan Simone Dreyfus, Hans Blix, Hans Wiebrighaus y Marcelino Oreja Aguirre.
De todos ellos soy deudor. Pero la vida es muy rica y compleja y no se reduce a su dimensión académica; por ello soy también deudor de personas que, al margen de la universidad, han influido en mí: el profesor Joaquín Ruiz-Giménez, inspirador y animador de Cuadernos para el Diálogo, de cuyo Consejo de Administración tuve el honor de ser miembro junto con usted, profesor Peces-Barba, y Juan María Bandrés, por mencionar tan solo otras dos de las personas que integramos aquel equipo, Don Gabriel Tortella, desde su pequeño despacho de la Editorial Tecnos en la Calle O’Donnell de Madrid; y Marcelino Oreja, a quien reencuentro en el otoño de 1960 en el trabajo en común en la cátedra de Derecho Internacional Público de la Facultad de Derecho de la Universidad de Madrid, y bajo cuya dirección trabajé en el Ministerio de Asuntos Exteriores desde noviembre de 1977 (cuando España fue admitida en el Consejo de Europa y ratificó una importante serie de tratados internacionales de protección de derechos humanos durante el proceso de transición de la dictadura a la democracia), a diciembre de 1979 (cuando fui elegido miembro de la Comisión Europea de Derechos Humanos a título de España).
Allí, en Estrasburgo, el ejemplo de personas que tuve el privilegio de conocer ( José Luis Messía, primero, y Fernando Baeza, después, Embajadores Representantes Permanentes de España ante el Consejo de Europa), o amigos a quienes reencontré, como Juan Antonio Yánez-Barnuevo. Y, primero en la Comisión y más tarde en el Tribunal, la influencia de hombres como James Fawcett, Carl Age Noorgard, Jochen Frowein, Giuseppe Sperduti, Marc-André Eissen, Nicolas Valticos y Rolv Rysdall, o lo aprendido en la práctica judicial: la primera demanda contra España, en el caso Barberá, Messegué y Jabardo, la visita de inspección in loco a cárceles y centros policiales en Turquíaen enero d e1985; la sentencia en el caso Soering contra Reino Unido, en julio de 1989; etc.
Pero un juez aplica Derecho mientras que un profesor debe explorar, por lo que ante la contradicción intrínseca entre las dos actividades, igualmente absorbentes, terminé optando por la investigación y la docencia universitaria. Como ya había hecho en el pasado ( no en vano Mariano Aguilar Navarro, Julio González Campos y yo fuimos de los pocos que no quisimos trabajar para la casa March en el asunto de la Barcelona Traction), y he seguido haciendo a lo largo de los años.
Al repasar hoy esta historia personal, creo que los hilos conductores de mi experiencia humana y académica son los siguientes: al comienzo, en los primeros años del magisterio de Mariano Aguilar, los sectores de cuestiones que más me ocuparon fueron la historia doctrinal del Derecho Internacional y el problema de su fundamentación, esto es, las respuestas a las preguntas de por qué obligan las normas de Derecho internacional y si éste es o no Derecho...
Luego, la preocupación por la estructura y dinámica del Derecho internacional, recibida de mis profesores en la Academia de Derecho internacional de La Haya.
Más tarde, en la Universidad de Granada, la introducción en la Ciencia Política de la mano del profesor Murillo y de ahí mis trabajos sobre Naciones Unidas y su función como instancia moderna de socialización política, mis estudios sobre la tensión entre la soberanía de los Estados y el Derecho internacional, o las reflexiones sobre el Derecho internacional en un mundo en cambio.
Posteriormente, desde mi incorporación a la Comisión Europea de Derechos Humanos en el otoño de 1979 y luego al Tribunal Europeo de Derechos Humanos en diciembre de 1985, mi preocupación fundamental ha sido el Derecho internacional de los derechos humanos, presente en numerosos estudios en los que soy deudor del magisterio del profesor Truyol y Serra, como he reconocido al dedicarle mi monografía Soberanía de los Estados y Derechos Humanos en Derecho Internacional contemporáneo.
Más recientemente, en el verano de 1996, el Curso General de Derecho Internacional Público en la Academia de La Haya, que a petición del Curatorium de dicha institución titulé Droit international et souveraineté des États.
Por último, las reflexiones sobre un Derecho internacional de la solidaridad y la interdependencia, en las que tanto debo al grupo científico de Coimbra y que han supuesto un reencuentro con las preocupaciones iniciales, las relativas a la fundamentación del Derecho internacional, su razón de ser y sus funciones.
La síntesis de este recorrido de casi cincuenta años podría ser el siguiente:
1.
El Derecho internacional tradicional era el mínimo jurídico necesario para regir relaciones de coexistencia y cooperación entre Estados soberanos, por lo que en vísperas de la Primera Guerra mundial se configuraba como un sistema jurídico descentralizado regulador de las relaciones políticas entre Estados, un orden basado en los principios de soberanía e independencia de entidades políticas por encima de las cuales no existía autoridad política alguna.
Tres notas distintivas caracterizaron aquel sistema jurídico regulador de las relaciones de coexistencia y cooperación entre entidades políticas soberanas e independientes: 1) voluntarismo, en la medida en que sus normas emanaban de la voluntad expresa o tácita de los Estados; 2) relativismo, en el sentido de que para que una obligación vinculase aun Estado, o una situación produjera efectos jurídicos respecto de él, era preciso que dicho Estado hubiera participado en su creación o las hubiere reconocido; y 3) neutralidad, en cuanto el Derecho internacional quedó desvinculado de toda inspiración ideológica o axiológica, ajeno a las aspiraciones de lege ferenda.
Todo ello explica que en 1927, a pesar de que la Sociedad de Naciones Unidas había sido sustituida pocos años antes tras la finalización de la Primera Guerra Mundial, la Corte permanente de Justicia Internacional afirmara en su sentencia relativa al asunto del Lotus ( Francia c. Turquía ), que
“ el Derecho internacional rige la srelaciones entre Estados independientes (...) a fin de regular la coexistencia entre estas comunidades independientes o para la prosecución de fines comunes. Las reglas jurídicas que obligan a los Estados proceden de la voluntad de éstos, voluntad manifestada en los tratados o en los usos generalmente aceptados como consagrando principios de Derecho”.
2.
Pero el Derecho internacional ha experimentado un triple proceso de institucionalización, de socialización y de humanización que ha corregido progresivamente los rasgos que habían caracterizado al Derecho internacional tradicional.
Un proceso de creciente institucionalización de la comunidad internacional, en primer lugar, como consecuencia del desarrollo de las Organizaciones Internacionales, tanto universales como regionales, en especial desde la aparición tras la Primera Guerra Mundial de la Sociedad de las Naciones, la primera Organización Internacional con vocación general para la cooperación permanente e institucionalizada entre los Estado en materias políticas y no sólo técnicas.
Un proceso de socialización del Derecho internacional, en segundo lugar, en la medida en que éste comenzó a regular relaciones sociales y humanas más complejas y amplias que las tradicionales relaciones políticas entre Estados soberanos, con lo que el Derecho internacional dejaba de ser exclusivamente un Derecho de la guerra y de la paz ( como en el título de la inmortal obra de Hugo de Grocio ), esto es, un ordenamiento regulador de las relaciones diplomáticas y consulares entre Estados, los tratados celebrados por éstos últimos, la distribución de competencias entre Estados soberanos, y la conducción de las hostilidades y la neutralidad en tiempo de conflicto armado.
Un proceso de humanización del orden internacional, por último, debido a que el Derecho internacional comenzó a dar entrada a la persona y a los pueblos, rompiendo así progresivamente el exclusivismo de los Estados como únicos sujetos del Derecho internacional.
Estos procesos de cambio, que operan en interacción recíproca y no de forma aislada, hacen que el Derecho internacional contemporáneo presente rasgos muy distintos de los que caracterizaron al Derecho internacional tradicional, en la medida en que junto a aspectos del pasado, que no han desaparecido del todo, existen innegables dimensiones de cambio y transformación.
3.
Tras la proclamación de la dignidad intrínseca de todo ser humano en la Carta de las Naciones Unidas y posteriormente en la Declaración Universal de Derechos Humanos, la prevalencia de los Estados soberanos se ha visto, simultáneamente, confirmada y al menos parcialmente puesta en cuestión.
Confirmada, ante todo, porque las únicas entidades con plenitud de subjetividad internacional continúan siendo los Estados, en la medida en que la estructura interestatal sigue prevaleciendo en la comunidad internacional. A esta estructura, en efecto, es a la que la Carta de las Naciones Unidas vincula la noción de soberanía, presente en los párrafos 1 y 7 de su artículo 2: igualdad soberana de los Estados y principio de no intervención en los asuntos que son esencialmente de la jurisdicción interna de los Estados.
Pero al mismo tiempo, la exclusividad de los Estados soberanos y la precaria situación jurídica de la persona y de los pueblos ante el orden internacional han sido puestas en cuestión. La posición de la persona comenzó a cambiar sustancialmente porque la proclamación de su dignidad intrínseca y de los derechos que le son inherentes constituyó una importante transformación del Derecho internacional en la medida en que junto al clásico principio de la soberanía aparecía otro principio constitucional del orden internacional contemporáneo: el de los derechos humanos.
Del mismo modo, la posición de los pueblos ante el orden internacional también cambió sustancialmente porque su derecho a la libre determinación, enunciado como propósito en la Carta de las Naciones Unidas respecto de los sometidos a dominación colonial, ha sido desarrollado posteriormente por Declaraciones de la Asamblea General que han transformado en uno de los principios estructurales del Derecho internacional contemporáneo lo que en la Carta no era más que un propósito de la Organización.
4.
Las profundas innovaciones a las que acabo de referirme tenían que influir radicalmente en la naturaleza del Derecho internacional que, a partir de la entrada en vigor de la Carta, dejaba de ser exclusivamente interestatal.
El problema estriba en que, debido al choque entre principios constitucionales del pasado y principios innovadores, hoy coexisten, en interacción recíproca, dos modelos de organización de la paz y de regulación de las relaciones internacionales: el tradicional, anclado en la pluralidad de Estados soberanos territoriales, y el modelo de la Carta de las Naciones Unidas, con los valores universales en ella enunciados, que si bien no ha cambiado radicalmente los presupuestos del Derecho internacional tradicional – la independencia y la pluralidad de Estados soberanos – sí los ha alterado y erosionado.
En consecuencia, dos concepciones del orden internacional concurren en la configuración del Derecho internacional contemporáneo: de un lado, el modelo tradicional que todavía pervive a pesar de los cambios que en él han tenido lugar; de otro, un nuevo paradigma en el que, frente a la pretendida neutralidad del Derecho internacional tradicional, en apariencia desligado de inspiraciones ideológicas, se propugna un Derecho internacional progresivamente influido en su modo de ser por el proceso de institucionalización de la comunidad internacional, y axiológicamente comprometido en la construcción de una comunidad de iguales inspirada en los valores de la interdependencia y la solidaridad.
5.
Todo ello significa una reformulación de la noción de soberanía, porque frente a la tesis de la crisis del Estado (hoy tan de moda y tan favorecida por la ideología neoliberal, exaltadora del mercado y de la globalización y reductora de las funciones del Estado del que únicamente se pretende que favorezca el juego de la oferta y la demanda, ocupándose de lo que no es rentable), creo que la contradicción entre soberanía de los Estados y orden internacional encuentra una síntesis superadora en la noción de las obligaciones positivas que el Derecho internacional contemporáneo impone a los Estados en relación con la prohibición del recurso unilateral a la fuerza o a la amenaza de fuerza; la obligación de arreglo pacífico de controversias; la promoción y protección de los derechos humanos ( de todos los derechos fundamentales de todo ser humano); la promoción del desarrollo; la protección ecológica del planeta; la respuesta desde el Derecho a la criminalidad organizada, de la que el terrorismo es una de su más graves manifestaciones; etc.
6.
Los derechos fundamentales inherentes a la dignidad de todo ser humano y el principio de libre determinación de los pueblos, principios constitucionales del Derecho internacional contemporáneo, han contribuido sin duda a esta revisión de la soberanía y de la posición constitucional de los Estados en el orden internacional. Los Estados siguen siendo los sujetos primarios del Derecho internacional, y la soberanía no ha sido desplazada ni eliminada como principios constitucional del orden internacional; pero en la reformulación que propongo de la noción de soberanía, únicamente los Estados que respeten los derechos humanos fundamentales serían Estados civilizados, en los términos del artículo 38 del Estatuto de la Corte Internacional de Justicia, y Estados amantes de la paz, en los términos del artículo 4 de la Carta de las Naciones Unidas. Por el contrario, aquéllos que violen sistemáticamente, masiva y gravemente los derechos humanos fundamentales de las personas que se encuentren bajo su jurisdicción, ,incluidos sus nacionales, son Estados enemigos de la paz y no civilizados y no pueden encontrar refugio en los viejos principios de la soberanía y no intervención en los asuntos internos de los Estados.
Así entendida, la noción de Estados civilizados perdería la connotación eurocéntrica que tuvo en el pasado, en una época en la que la comunidad internacional se reducía al mundo occidental ( con la distinción entre Estados civilizados, semicivilizados y no civilizados, vigente en vísperas de la Primera Guerra Mundial ), para alcanzar una genuina dimensión universal en la que los conceptos de civilización y de paz se identifican con el rechazo de la barbarie.
7.
Ahora bien, este modelo teórico o ideal de Derecho internacional no está plenamente inscrito en los hechos sino que coexiste con el modelo tradicional, en una especie de palimpsesto en el que la ambigüedad resulta inevitable. En otras palabras, no se trata de dos fases históricas sucesivas, representando la última de ellas una superación y un desplazamiento de la anterior; por el contrario, la realidad es que el modelo institucional y comunitario no ha desplazado al modelo tradicional, que parece irreductible.
Me parece innegable sin embargo que, al menos en parte, el Derecho internacional ha corregido los rasgos que le había caracterizado entre el Congreso de Viena y la Primera Guerra Mundial: el consentimiento de los Estados no tiene un papel tan decisivo, ya que existen obligaciones que vinculan jurídicamente a todos los Estados al margen de su voluntad, e incluso contra su voluntad; las normas internacionales no se sitúan todas ella en el mismo plano, porque existen principios y reglas de rango superior, de ius cogens, que por ello no pueden ser modificadas por voluntad unilateral de los Estados; la responsabilidad internacional se ha transformado profundamente, al haber sido hoy admitidos generalmente dos grandes cambios en la materia: por una parte, la responsabilidad penal internacional del individuo; por otra, la noción de ilícitos internacionales contra la comunidad internacional cuando a un Estado es atribuible la violación grave de una obligación debida a la comunidad internacional en su conjunto y esencial para la protección de sus intereses fundamentales.
8.
En todo caso, el Derecho internacional contemporáneo es menos formalista, menos neutro y menos voluntarista que el Derecho internacional tradicional: menos formalista, ante todo, porque está más abierto a las exigencias éticas y a la dimensión finalista del Derecho; menos neutro, en segundo lugar, porque es más sensible a los valores comunes colectivamente legitimados por la comunidad internacional; menos voluntarista, por último, por la aceptación general de la idea de que existen reglas imperativas que prevalecen sobre la voluntad de los Estados.
De ahí que hoy pueda sostenerse tanto la legitimidad como la positividad de un orden internacional basado en los siguientes principios:
A) Equidad, frente a la reciprocidad;
B) Valores, frente ala pretendida neutralidad axiológica del Derecho internacional tradicional;
C) Comunidad internacional, frente a la exclusividad de la soberanía territorial de los Estados.
9.
La afirmación progresiva de la noción de comunidad internacional nos ha hecho pasar de una concepción del orden internacional basada en el Estado a otra en la que el principio inspirador es el de comunidad internacional. El resultado de este proceso de cambio es que el Derecho internacional no puede ser comprendido sobre la base de un esquema bilateralista, sino en función de la toma de conciencia de la interdependencia que llevca a una concepción multilateralista del orden internacional, única en la que cobran todo su sentido nociones innovadoras como las de patrimonio común de la humanidad, reglas imperativas de Derecho internacional general, obligaciones de los Estados respecto de la comunidad internacional en su conjunto, crímenes internacionales, etc., todas ellas manifestaciones jurídicas de los cambios y transformaciones del orden internacional.
10.
Concebido tradicionalmente como un orden jurídico distribuidor de competencias y regulador de las relaciones de coexistencia y de cooperación entre Estados soberanos, el Derecho internacional se ve hoy investido de una misión de transformación de la sociedad internacional: ser un orden constructor de condiciones de paz y de una comunidad de iguales, esto es, una misión en la que el Derecho internacional se configura como un orden jurídico anticipador, y no meramente ratificador de las relaciones de poder.
Ello supone una especie de reencuentro con los clásicos del Derecho de Gentes, en la medida en que la referencia a la noción civilizadora de comunidad internacional tiende a sustituir la visión clásica de la sociedad internacional ( como medio social interestatal, atomizado y fragmentado, compuesto por un tejido de relaciones bilaterales dominadas por los intereses nacionales, la reciprocidad y el dout des ), por la idea de una comunidad interdependiente, unida y solidaria, que obviamente incita a una relectura de la noción de totus orbis, es decir, a una reinterpretación de las dimensiones éticas, políticas y jurídicas – normativas e institucionales- de humanidad en tanto que comunidad universal.
El modelo que acabo d esbozar expresa, en efecto, una concepción del orden internacional inspirada en la tradición universalista, heredada de Francisco de Vitoria y de Kant. Sin negar su indiscutible dimensión utópica ( pasar de un orden basado en el estatocentrismo a una comunidad-mundo ), creo firmemente que los millones de personas que en el mundo entero nos hemos manifestado en pie de paz el pasado día 15, constituimos una realidad que prueba cómo, por encima de nuestras diferencias incluso ideológicas, en el no a la guerra preventiva – inmoral y carente de legitimidad -, nos une la aspiración civilizadora al establecimiento de una paz basada en el respeto efectivo de los derechos humanos, la justicia, el arreglo pacífico de las controversias y el rechazo de la violencia arbitraria.
Esta aspiración, Excmo. y Magfco. Sr. Rector, Sras. y Sres., ha dejado de ser un mito y ha comenzado a ser una realidad histórica que los “realistas” de este mundo ya no pueden ignorar.
Universidad Carlos III de Madrid
21 de febrero de 2003.