Prof. D. Antonio La Pérgola
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Discurso de investidura como Doctor Honoris Causa del Prof. D. Antonio La Pergola
Nombrado Doctor Honoris Causa el día 27 de enero de 2000
COMUNIDAD, UNION Y CIUDADANÍA EN EUROPA: ¿UN NUEVO FEDERALISMO?
Excelentísimo y Magnifico Sr. Rector
Excelentísimo Sr. Presidente de Costa Rica
Autoridades
Señoras y Señores
Ilustres colegas
Queridos estudiantes
El profesor Aguiar me ha presentado al auditorio de la solemne ceremonia de hoy con mucha benevolencia. Quisiera en primer lugar manifestar al Rector Magnífico de la Universidad, Peces Barba, al querido amigo Luis Aguiar y a toda la comunidad académica, mi más sincero agradecimiento por el honor que esta insigne casa de estudios me dispensa al acogerme generosamente entre sus doctores.
Dedicaré mis breves reflexiones en esta sede a una problemática ciudadanía, unión y comunidad europea que concierne al actual estadio de nuestra integración transnacional y, en mayor medida quizás, a su posible desarrollo. Excepción hecha de los habituales e incurables euroescépticos, nadie niega hoy en día que el instituto de la ciudadanía común reviste un sugestivo valor representativo de la cada vez mayor cercanía entre nuestros pueblos, de su togetherness, como denominaban. los americanos al sentimiento de unidad tras su independencia. Potencialmente, la ciudadanía se inscribe entre las grandes ideas motrices del proceso.
Me detendré aquí a considerar un aspecto tan sólo del problema. ¿Servirá esta ciudadanía que atraviesa las fronteras nacionales para federalizar la Europa que juntos construimos? La cuestión en mi opinión es importante, a pesar de la extendida y desenvuelta tendencia que descalifica cualquier solución de tipo federal como extraña a la integración ya realizada, e inadecuada para alcanzar los fines que se persiguen más allá del logro del mercado único. Sin embargo, la propia experiencia, aparte de otras consideraciones, viene a contradecir semejante punto de vista. De hecho, las aspiraciones federalistas han influido frecuentemente en las vicisitudes del camino recorrido desde los tratados de París y Roma hasta nuestros días. Instancias de tal género no han suscitado nunca rechazos irreversibles, aún cuando haya siempre prevalecido la preocupación por encontrar, en cada caso, las formas de unidad que mejor pudieran alcanzar el consenso de los estados miembros. Se trata, por supuesto, de establecer qué noción de federalismo resulta compatible con las opciones institucionales recientemente acogidas en los tratados de Maastricht y Amsterdam y coherente, además, con los fines perseguidos en dichos tratados.
Desarrollaré mi exposición, dentro del, tiempo que me ha sido concedido, ocupándome en primer lugar del régimen establecido para la ciudadanía común, y analizando después la relación que puede establecerse entre dicha ciudadanía y dos nociones claves del sistema: la de unión y la de comunidad.
La ciudadanía europea se configura en el tratado de Maastricht, que la instituye, con pocas y escuetas disposiciones. Se adquiere y se pierde conjuntamente con la ciudadanía nacional. Se establece además que los ciudadanos gozan de los derechos y están sujetos a las obligaciones previstas por el tratado. Es una disposición que ilumina un primer y fundamental aspecto del instituto. El individuo, cabe sostener, tiene derecho de ciudadanía en el ordenamiento normativo que deriva del tratado: adquiere la subjetividad jurídica automáticamente, por el mero hecho de ser ciudadano de un Estado miembro. Tal ordenamiento, como ya se deducía de la jurisprudencia del Tribunal comunitario, ha roto el cordón umbilical que le unía con el derecho internacional, en el cual el ciudadano no es, ni puede ser, sujeto jurídico.
Dicho esto, debe advertirse que el tratado no deja de atribuir también a la ciudadanía europea un significado y un contenido específico, del cual la subjetividad jurídica del individuo.constituye el presupuesto Se prevén así una serie de derechos que expresa y directamente se hacen depender del disfrute de la condición de ciudadano, y que en este sentido se distinguen de los derechos de que goza, en base al tratado, cualquier individuo como sujeto jurídico. Tales derechos de ciudadanía se ejercitan de conformidad con las limitaciones y condiciones establecidas en el propio tratado, y forman un elenco taxativo, que es revisado periódicamente y que sólo puede ampliarse siguiendo los modos y criterios específicamente previstos.
¿Cuáles son estos derechos y que tipo de ciudadanía configuran?. Según la moderna ciudadanía nacional, todos lo sabemos, el individuo no es exclusivamente sujeto de obligaciones y sujeto tutelado, sino también titular de derechos y activo partícipe en la vida institucional, protagonista de la soberanía popular en el Estado al que pertenece. Ahora bien, se da tan sólo una débil y fragmentaria analogía entre este orden de cosas y los conceptos que inspiran la disciplina prevista por el tratado para el instituto que aquí consideramos. Significativamente, la ciudadanía europea es incompleta se contemplan los derechos, pero no los deberes que la caracterizan.
Algunos de los derechos previstos afectan al ámbito de la participación política. Son los derechos de sufragio activo y pasivo en las elecciones al Parlamento europeo y en las elecciones municipales del estado en que reside el interesado, sea o no .éste su estado de origen. A ellos hay que añadir el derecho de petición al Parlamento. Otras disposiciones se refieren a la tutela del individuo: recurso al Mediador instituido por el tratado, protección diplomática por parte de cualquier estado miembro en el territorio de un tercer país ante cl cual el estado de pertenencia no esta representado. E1 tratado de Amsterdam ha introducido posteriormente el derecho de dirigirse por escrito a los organismos comunitarios en cualquiera de las lenguas contempladas en el tratado como adecuadas para dar fe, y el de recibir la respuesta en la lengua elegida.
Mención aparte merece, por último, la libertad de circulación y residencia en el territorio de los estados miembros, configurada también expresamente como de ciudadanía Nos encontramos aquí ante un derecho de difícil articulación, pero crucial para el funcionamiento de toda la disciplina que examinamos. Y ello por varias razones. En sus más importantes manifestaciones la ciudadanía europea se resuelve, al fin y al cabo, en la ampliación y el enriquecimiento de la ciudadanía nacional con derechos que se ejercitan fuera del estado de pertenencia Por tanto, es exclusivamente la movilidad de la persona la que hace surgir en el plano europeo la situación subjetiva que el tratado reconoce como un derecho de la ciudadanía que instituye. Este mismo derecho pierde su relieve, desde la óptica del tratado, cuando el interesado lo disfruta bajo la cobertura del estado propio. Baste el ejemplo del derecho de sufragio activo y pasivo para las elecciones al Parlamento europeo, ejercitado en el país de origen: queda dentro de la esfera de la ciudadanía nacional, y desde luego bajo el control del ordenamiento interno, aun cuando se trata de un derecho evidentemente relacionado con la ciudadanía europea. Y no sólo eso. La movilidad también rinde concretamente efectiva la igualdad entre todos los ciudadanos nacionales en el disfrute de los derechos que se les confiere como ciudadanos europeos: quien proviene de otro estado miembro ejercita estos derechos en las mismas condiciones que los ciudadanos del estado que le recibe o tutela.
Es este el punto clave La libre circulación conlleva el derecho a ser acogido en el estado de elección con los mismos derechos que sus ciudadanos, exceptuando aquellos que se entiendan reservados a estos últimos, en cuanto necesarias y exclusivas prerrogativas de la ciudadanía nacional.
El doble criterio de la movilidad y de la no discriminación viene, por otra parte, de lejos; de las confederaciones típicas de los siglos XVIII y XIX, aquellas que aparecieron en los Estados Unidos, en Alemania y en Suiza antes de que se alcanzase la unidad nacional gracias a la instauración del estado federal y de su ciudadanía. Los ordenamientos confederales de aquella época no conocían, en realidad, una ciudadanía común._ Existía tan sólo una recíproca obligación por parte de los estados miembros de no discriminar en sus respectivos ámbitos territoriales entre los ciudadanos de otros estados y los propios. Quien se trasladaba a un estado miembro distinto del de pertenencia era de hecho portador de una doble ciudadanía, la de origen y la adquirirla en el estado de residencia. Ahora bien, pudiera parecer que el resultado práctico de la solución adoptada en el tratado de Maastricht no se diferencia sustancialmente de la situación antes descrita. Permanece firme, sin embargo, el hecho de que hoy, entre nosotros, existe junto a la ciudadanía nacional (no en su lugar, quede esto claro) una verdadera. y propia ciudadanía común.
Los derechos derivados de la misma se establecen en el tratado e integran el ordenamiento comunitario. La igualdad de trato entre ciudadanos provenientes de otros estados miembros y aquellos del estado de residencia desciende, antes que de una recíproca obligación convencional de los países interesados, del ordenamiento jurídico derivado del tratado. Un ordenamiento que es ya autónomo del derecho internacional, que se sobrepone a los ordenamientos de los estados miembros y que se ajusta a sus propios principios generales, entre ellos el principio de igualdad, con su consiguiente prohibición de la discriminación en razón de la ciudadanía nacional. El sistema jurídico en el cual se inserta nuestro instituto se presenta por tanto dentro del tradicional esquema de las uniones de estados, como un nuevo fenómeno, como un nuevo sentido del federalismo.
Esta última afirmación precisa de un cierto desarrollo. El tratado de Maastricht, se diría, instituye la ciudadanía, si no como un elemento constitutivo de la unión, sí al menos como su ámbito personal.
No obstante, tal unión no es ni un ente ni un sujeto jurídico. En buena lógica, por tanto, no se la podría concebir como un centro de imputación de formas de dependencia o participación del individuo. ¿No es verdad acaso que una colectividad, en la cual, el individuo figure como ciudadano, debería tener al menos, sea ésta estatal o no, el armazón de una propia subjetividad y de unas instituciones propias?. La unión es, en cambio, no diré una ficción pero sí únicamente el ingenioso cuadro de conjunto en el cual el acuerdo de Maastricht sistematiza, como en un mecano, las distintas piezas de la construcción europea: la comunidad preexistente, sobre la que se funda la unión según el tratado, la moneda única, la diplomacia multilateral al más alto nivel en los sectores de la política exterior y de seguridad, la cooperación intergubernamental en las materias judiciales y de interior. Es un diseño que sirve ante todo para definir el contexto y los objetivos del tránsito de la Europa del mercado a la Europa política. Su realización necesariamente se confía a los órganos de la comunidad, aún cuando estos últimos no hayan resultado hasta el momento lo suficientemente adecuados, por sus competencias y procedimientos de decisión, para asumir el papel que le corresponde a un ente con fines generales y no ya sectoriales.
Lo importante, en todo caso, es percibir que la concepción de la ciudadanía europea se anuda en realidad al ordenamiento de la comunidad y representa su natural desarrollo En este ordenamiento nace la subjetividad jurídica del individuo. En él también se modelaron los derechos de los usuarios del mercado, sobre los que el tratado imprime el sello de nuevo cuño que es el derecho del ciudadano. Y es solamente en relación con el ordenamiento de la comunidad como podemos apreciar nuestro instituto en todo su valor federalista. No podría ser de otra forma. La comunidad es, en definitiva, el verdadero crisol de la unidad, frente al cual se retrae la soberanía de los estados miembros. No por casualidad el problema institucional que debe resolverse de cara al futuro de Europa, es el de "comunitarizar" la unión.
Se dirá que la comunidad fue concebida con el objetivo de integrar únicamente a los diversos sectores de la economía. Estoy de acuerdo. Pero no olvidemos, sin embargo, que la integración es un continuo devenir: es un proceso que puede estancarse en ciertas fases, pero que tarde o temprano avanza gracias al estímulo, o a la conveniencia, por aprovechar mejor, con nuevas y más avanzadas conquistas, los resultados ya obtenidos. De hecho, así ha sucedido: primero el mercado común, después la moneda única, y por último, la perspectiva de la unificación política.
Los padres fundadores, clarividentes estadistas, sabían que la dinámica che la construcción europea podría despertar la tendencia hacia los modelos federales. Estructuraron la comunidad de forma tal que propiciara, si las circunstancias eran favorables, semejante desarrollo.
El funcionalismo de los orígenes era, por tanto, federalismo en potencia. Para que lo fuese en acto se necesitaba un ordenamiento comunitario que se conformara a los principios esenciales del constitucionalismo, que son las vigas maestras de cualquier experimento federal. Dos eran en particular las condiciones que debían cumplirse: una comunidad de individuos, además de la de estados, ordenada, análogamente al "Rechtsstaat", como una comunidad de derecho; un equilibrio institucional en el cual el poder concentrado en el órgano intergubernamental se viese compensado por un más amplio poder de codecisión por parte del órgano parlamentario legitimado directamente por la investidura popular.
El sistema comunitario ha ido satisfaciendo ambas exigencias en el curso de su evolución. Lo ha hecho, sin embargo, tan sólo en parte En la comunidad de los estados aparece la comunidad de los individuos, gracias a la decisiva aportación del Tribunal de justicia, intérprete del tratado y garante de su observancia. Ha sido su jurisprudencia, no lo olvidemos, la que ha construido los principios de los que deriva la idea de la ciudadanía europea eficacia directa, y prevalencia del derecho comunitario sobre el derecho interno incompatible, reconocimiento al individuo de derechos garantizados, todos y con igual título, como fundamentales a todo ciudadano, en cuanto sustraídos a las posibles lesiones por parte de los órganos comunitarios y nacionales y en cuanto tutelados jurisdiccionalmente. ", Judge made federalisnm" observó algún comentarista anglosajón. No se equivocaba. Las otras instituciones no han ido tan lejos en la consecución de los objetivos de la integración. Mucho menos el parlamento europeo, por otra parte todavía carente del poder, que aprovecharía más que cualquier otro a las demandas federalistas, de intervenir en el procedimiento de revisión del tratado, implantando así la fecunda semilla de la función constituyente. a definitiva, el déficit democrático no se ha colmado. Por tanto, hasta que la unión no sea "comunitarizada", y mientras la comunidad no responda plenamente a las exigencias institucionales que antes apuntábamos, la ciudadanía europea seguirá siendo la única forma, el único verdadero destello de federalismo en, el proceso en marcha.
Ciertamente no será todavía un federalismo que caracterice a una forma de estado o de gobierno. La comunidad no es un ente estatal y tampoco está destinada a serlo. No obstante se encuentra ya dotada de un ordenamiento en el cual el individuo resulta protegido por una plena y eficaz tutela jurisdiccional: una tutela equivalente, en gran medida, a aquella, que un eventual estado federal europeo, fruto maduro de nuestra común cultura del estado de derecho, podría asegurar a sus propios ciudadanos. La ciudadanía europea misma, tal y como el tratado de Maastricht la configura, debe entenderse en estrecha conexión con el judge made federalism, al que antes aludíamos para subrayar la idea jurisprudencial del tratado ley fundamental, y que refuerza la tesis de la, tendencial afinidad entre el ordenamiento comunitario y el de un estado federal. Convendría precisar algo más este punto. ¿en qué sentido puede afirmarse que la ciudadanía europea y el subyacente sistema de derechos individuales derivados del trazado, caracterizan al entero esquema de la integración?.
No nos encontramos todavía fuera de la órbita del federalismo no estatal, en la que permanecían confinadas las antiguas confederaciones. Respecto a estas últimas, el sistema comunitario adquiere, sin embargo, el significativo valor añadido de la subjetividad .jurídica y la ciudadanía del individuo, y, más en general, de las poderosas energías del constitucionalismo actual. Las confederaciones de los siglos anteriores eran en realidad simples ligas entre estados, y no podían ofrecer directamente ni derechos ni justicia a los súbditos de los estados miembro/Una confederación moderna, al estilo de la unión fundada en Europa sobre la ciudadanía, es otra cosa: es la sabia vital de un federalismo que parte de las raíces, del complejo humano de la entera comunidad, y que se traduce en un patrimonio de derechos por todos nosotros compartido. Para garantizar el disfrute de tales derechos en condiciones de igualdad, el tratado contempla una sociedad en la cual podemos pasar de una patria a otra: y si bien la deja aún dividida entre sus pueblos, le ofrece en compensación, europeizando el estatuto de la ciudadanía nacional, un punto de apoyo más hacia la unidad. De todo ello se deduce una última conclusión. La ciudadanía europea confiere un primer, un concreto significado a la fórmula programática del tratado de Maastricht, que preconiza la unión cada vez más estrecha entre los estados miembros y "entre sus pueblos". Es un instituto que atañe, con su nuevo valor federalista, a la Europa del mañana, pero que tiene a sus espaldas a la Europa de siempre: una Europa con sus naciones, cada una resultado de una historia en común, pero también con su profunda vocación hacia la unidad, unidad que no sofoca las diferencias sino que las hace más fecundas. Así, permítaseme añadir, entendía Europa Ortega y Gasset. El tiempo le ha dado la razón.
Antonio La Pérgola