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Prof. D. Elías Díaz

Discurso de investidura como Doctor Honoris Causa del Prof. D. Elías Díaz

Discurso de investidura como Doctor Honoris Causa del Prof. D. Elías Díaz

Nombrado Doctor Honoris Causa el día 15 de febrero de 2002


Mis primeras palabras aquí hoy han de ser para señalar los dos sentimientos que -entrecruzados ambos con el de la gratitud- se me hacen presentes de manera muy particular ante estos tan emotivos momentos. Uno es, irremediablemente, el del tiempo, el de la inexorable edad: porque esto -un Doctorado Honoris Causa- no es algo que se le haga a un joven, quizás ni siquiera a alguien que se encuentre, con las palabras del Dante, en la mitad del camino de la vida; y eso cuenta o, mejor dicho, descuenta. Pero el segundo sentimiento, que prevalece absolutamente sobre el anterior, es el de la alegría, casi el júbilo (ya prejubilar), la gran satisfacción -sin perjuicio de que estos actos tan solemnes a uno le abrumen un poco-, el orgullo incluso por tener tan buenos, excelentes, amigos y -espero- también algunos de los méritos que ellos han querido reconocerme con tanta generosidad y benevolencia.


Inicialmente había pensado hacer mi “lección magistral de investidura” (lo siento pero así se la designa en el Programa oficial) sobre alguno de los grandes temas de la filosofía jurídica de siempre, alguno de los que son considerados por la Academia como más serios y propios de un verdadero scholar. Entre ellos, con carácter ya mucho más concreto y polémico, el que podría incluso versar sobre los textos, los riesgos y el análisis crítico de la empobrecedora reducción actual de la Filosofía del Derecho a, exclusivamente, mera Teoría (General) del Derecho. Ya me había puesto a la tarea, pero amigos muy cualificados y colegas más avisados me convencieron después, sin embargo, de que era mejor que tratara sobre algo menos especializado, menos complicado e, incluso -pensaban ellos-, menos gremial y aburrido, algo más abierto, directo e inmediato. Por ejemplo, de lo que yo mismo había hecho en mi actividad docente e investigadora.


Y eso es, finalmente, lo que me propongo llevar a cabo aquí. Pero, con ello, ¿otra laudatio? como sí no fuera suficiente, que lo es, con la tan cuidada y afectuosa leída aquí como “discurso de presentación” por el profesor Rafael de Asís, a quien expreso mi cordial agradecimiento y pido disculpas por haberle hecho ocupar su tiempo con esas efemérides relativas a mi vida y milagros. Con esta opción para mi discurso podría, además, parecer imperdonable por mi parte tal exceso no de celo sino de ego. La verdad es que yo lo hago más bien para, como siempre, ponerme en claro sobre mis propios trabajos y pensamientos. Procuraré, pues, que mis palabras no se parezcan a una (otra) laudatio, ahora encima auto-laudatio, aunque tampoco sean ni denigratio ni infamatio: los tiempos (de exacerbada competitividad) no están para estas alegrías. En fin, procuraré mantenerme -como creo que debe ser- entre la autocrítica y la autoestima.


1.- De la Universidad y del largo viaje hacia la filosofía jurídica actual.


Aquí estoy, pues, entre ustedes, en este acto de investidura dotado de tan alta y especial relevancia y significación para quien les habla. Hasta aquí he llegado (por el momento), dejando atrás -aunque siempre dentro también de mi biografía- una ya larga vida universitaria, sin duda cuantitativamente muy extensa pero -permítanme que lo diga- creo que también cualitativamente intensa: así es, al menos, como la he vivido yo. En el otoño de 2001, cuando comenzaba a ordenar y preparar estas notas, se cumplían precisamente nada menos que los cincuenta años de mi ingreso en 1951 como estudiante en la Facultad de Derecho de la Universidad de Salamanca; y los cuarenta desde que en 1961 orientado en aquélla con el profesor Joaquín Ruiz Giménez hacía la Filosofía del Derecho -y Doctor ya por la Universidad de Bolonia- habría de incorporarme como ayudante de su cátedra, ahora ambos (maestro y discípulo), en la Universidad Complutense de Madrid. Allí se nos uniría después enseguida un entonces muy joven y muy aplicado doctorando en Filosofía del Derecho, el hoy nuestro Presidente Rector profesor Gregorio Peces-Barba Martínez.


Son ya muchos años -aunque para este trabajo universitario siempre son pocos- en los que he podido dedicar una buena parte de mi tiempo a menesteres que, mucho más por sus fuertes aspiraciones y esperanzas que por sus personales resultados efectivos, quizás tengan algo que ver con aquello por lo que ahora tan magnánimamente, con este Grado de Doctor Honoris Causa, se me premia. En cualquier caso, sí tendrían que ver, a mi juicio, con aquello que, como pauta general, cabría invocar con alguna objetiva justificación sobre merecimientos de este carácter. Enumero en breve síntesis tales, bien conocidas, condiciones por si todavía en el tiempo actual pueden valer -así lo creo- para un recto entendimiento de la función intelectual y de la misma Universidad.


En primer lugar, la preferente atención al estudio, es decir a estar siempre dispuesto a aprender, de los libros y de la vida: también de los libros, que son a veces excelente condensación de experiencias (vidas) ajenas, ya que uno apenas tiene tiempo más que para su propia vida. Querer saber, sapere aude, “atrévete a saber” era justamente el lema de Kant para la Ilustración; atreverse a pensar por uno mismo, a conocer y conocerse mejor, empezando pues -lo cual es fundamental- por los propios límites y condicionamientos. Pero no mera acumulación, no saber por saber, sino saber también para poder hacer y, al lado de ello, para saber qué es lo que se debe hacer. En el principio era la palabra, en el principio era la acción: yo creo que en nuestra tarea se pueden y se deben conjugar juntas, dialécticamente, ambas dimensiones, teoría y praxis. El trabajo intelectual y la Universidad como lugar de estudio habrá de dar, por supuesto, como resultado la formación de buenos, competentes, profesionales y también la de buenos, libres y solidarios, ciudadanos.


Necesaria e ineludiblemente unido a ello, está -en segundo lugar- la función docente, que conlleva la enseñanza, la comunicación, el diálogo, la controversia y la discusión siempre abierta con los demás. Aunque no le gustara nada en la España del siglo XIX a Juan Donoso Cortés, marqués de Valdegamas, ni a su epígono, en la peor Alemania del siglo XX, Carl Schmitt, ni a ningún dogmático ni totalitario de cualquier tiempo, la verdad es que también la Universidad, y no sól4o el Parlamento, están habitadas respectivamente por gentes diversas (el científico y el político, de Weber) que pertenecen éstos y otros a la común y, para aquellos, del todo nefanda “clase discutidora”. Quienes me conocen, no me negarán al menos -lo alego aquí como mérito, aunque también esto pueda discutirse- que yo soy bastante discutidor. Es porque sí creo que de la buena discusión sale, puede salir, la luz, sobre todo para uno mismo: es otra buena forma de aprender.


Y en tercer lugar, finalmente (es un decir), como base imprescindible de esa profesión y vocación docente -enseñar y aprender van siempre juntas-, como resorte decisivo contra la ignorancia y sus variadas manifestaciones, estaría esa gran tarea que puede merecer el riguroso titulo de investigación científica y, unido a ella, también filosófica. Compleja, ardua, creadora tarea que es tan radicalmente diferente de todas las escolásticas dogmáticas y repetitivas de lo ya establecido, fuertemente critica también de las reducciones ideológicas deformadas y deformantes que suplantan y enmascaran la realidad. Lo que justamente en la investigación se pretende es descubrir, no ocultar, sino someter a indagación, experimentación, contraste, argumentación y debate precisamente el lado oscuro de esa realidad -lo oscuro por si mismo o lo oscurecido por los demás-, lo no conocido o peor conocido de la realidad natural y, en nuestro caso, de la realidad social. Es decir, los que constituyan en ella verdaderos problemas, los interrogantes no contestados o mal contestados, las preguntas todavía sin respuesta, asumiendo desde luego dudas y perplejidades aunque sin deleitarse estética y eternamente en ellas. Y, a su vez, esforzarse por lograr resultados utilizables, clarificar sobre hipotéticas posibilidades y propuestas de resolución, a fin de progresar en los conocimientos que sean más validos para comprender y, en su caso, transformar la entera o la parcial realidad.


Es evidente, -ya lo he señalado- que al hablar así acerca de las lógicas condiciones y las rigurosas exigencias de esta triple, conexionada, actividad científica e intelectual -aprender, enseñar, investigar- estoy aludiendo a un modelo de lo que en el mejor de los casos habría sido y es, llamemosla así, mi utopía (racional) y que sólo en muy pequeña medida se ajustaría en los resultados, como iusfilósofo, a mi propia realidad personal. Pero sigo pensando, unido a lo anterior, que por ahí van, en definitiva, las funciones que corresponden de siempre y también hoy a una buena Universidad: contribuir, sí, a formar competentes profesionales (no sólo necesariamente para el mercado), a la vez de libres e ilustrados ciudadanos y, en cada materia, los más sabios y perspicaces científicos e investigadores. No son, desde luego, las tres juntas, tareas fáciles de cumplir ni a todos los estudiantes -a todos los usuarios y consumidores, como se pervierte ahora (también para la enseñanza) en el actual lenguaje tecnológico y tecnocrático- les van a interesar por igual; pero tal ideario puede, creo, servir como valida orientación y teoría general.


Y, aunque ya sé que el término no está para nada de moda, diré que a mi juicio todo ello -esa función intelectual guiada por una ética de principios consecuentemente responsable- implica un muy fuerte compromiso ético e intelectual, teórico y práctico, de la Universidad que -no se olvide- es y debe ser siempre, esta y aquel, universal y universalizable. Me temo (¡ojalá no fuera así!), que los del exclusivo beneficio económico privado y a corto plazo, incluso los de su legítimo ejercicio, no van a tener mucho interés -en los dos sentidos de la palabra- por esa larga labor crítica, formativa y de libre investigación que no se subordine plenamente a tales objetivos y, hoy, a la determinación de los mercados y a la ficción de la actual globalización. Pero tal tarea, compleja y crítica, debería ser por el contrario el ámbito más propio y específico de una Universidad pública mucho más sensible y abierta a las exigencias teóricas y prácticas, éticas y económicas (derechos humanos y cohesión social) para avanzar hacía esa necesaria real universalización.


Algo de todo esto -creo poder decir- es lo que he ido siempre buscando y, por fortuna, en mayor o menor medida, encontrando en mi absorbente relación y vinculación con la Universidad (nunca he podido escaparme de ella) y, en concreto, con aquellas Universidades en las que, durante muy diferentes períodos de tiempo, más o menos extensos e intensos, he tenido oportunidad de trabajar, como estudiante, docente e investigador. Así, originariamente, en las tres ya mencionadas: Salamanca, primera mitad de los años cincuenta, en el recuerdo de, entre otros, los profesores José Antón Oneca, Joaquín Ruiz Giménez o Enrique Tierno Galván; Bolonia, con Felice Battaglia como atento director académico de mi tesis doctoral, con Norberto Bobbio y Renato Treves en Turín y Milán mucho más cercanos, primero con sus libros, enseguida asimismo con su amistad y magisterio personal; Complutense de Madrid, cursos de Ética con José Luis Aranguren en la Facultad de Filosofía.


Después estarían los años sesenta y principios de los setenta -valga aquí este rápido repaso curricular-, tiempos de luchas universitarias y de oposición política democrática, en compromiso también con los amigos de “Cuadernos para el Diálogo” (de nuevo Joaquín Ruiz Giménez como fundador y gran propulsor) así como en mi colaboración con los grupos socialistas orientados por Enrique Tierno Galván, en ellos con Raúl Morodo como incansable organizador y conspirador. Esos fueron asimismo los años en que publiqué mis iniciales trabajos, artículos y libros y, entre estos, de muy especial repercusión, aquel que sería el primero y más reeditado de todos: me refiero a Estado de Derecho y sociedad democrática, aparecido y secuestrado en 1966 -ya he hablado de ello en otras varias ocasiones-, pero que había ido siendo anticipado de manera fraccionada en diferentes artículos a partir de 1963.


La estancia por entonces en otras Universidades y de otros países -donde el contraste, el choque, con la España de la época era prácticamente total- me iba a permitir ampliar perspectivas, horizontes y experiencias positivas, junto a nuevas lecturas y nuevas reflexiones que incorporar a esos trabajos míos. Así, tras los años de Italia, ahora en Alemania, en las Universidades de Friburgo y de Munich, con muchas horas tranquilas de biblioteca, a lo largo respectivamente de los semestres de verano y de invierno de 1961 y 1962. También en la primera de ellas el seminario de Erik Wolff, a pesar de los desacuerdos con su Derecho natural bíblico, y en la capital bavara las clases de un políticamente reprobable Karl Larenz, quien acababa de publicar (en 1960) la primera edición de su Metodología. Todo ello me sirvió sin duda para aumentar y revisar conocimientos pero también para reafirmarme, y con mayor fundamento ante tan prestigiosos iusfilósofos, en mis principales diferenciadas posiciones: más laicas y democráticas, no neutralistas entre el iusnaturalismo y el positivismo, aunque también corrigiendo a éste desde posiciones que irían hacía un realismo y racionalismo crítico por lo que se refería a mi incipiente filosofía jurídica y política. De aquel tiempo me quedan además como imborrables recuerdos, entre otros, los días transcurridos en las dos zonas de Berlín a principios de septiembre de 1961, apenas tres semanas después de la súbita construcción por el gobierno de la República Democrática del muro de separación que permanecería ya como muestra de la escisión mundial y la política de bloques hasta finales de 1989; también, la visita tan emotiva a algunos de los terribles campos de concentración de la Alemania nazi, aquella cuya filosofía política y jurídica yo venía estudiando para ese mi primer libro y a la que hacía duras críticas en cuanto destrucción del Estado de Derecho a través de categorías como las de Führerstaat o Volksgemeinschaft.


Algunos años más tarde de aquel periodo alemán y poniendo tierra por medio -casi como semiexilio- en difíciles momentos hispánicos (“estado de excepción”, detención y confinamiento en enero de 1969) vendría la aventura americana: mi curso (1969-1970) como profesor visitante en la Universidad de Pittsburgh, en Pennsylvania. Eran los años más duros de la guerra de Vietnam y también de la protesta universitaria y ciudadana contra ella y en favor de la paz y los derechos humanos: en mi memoria, sobre todo, las impresionantes manifestaciones populares, interraciales, del famoso moratorium day en el que, como en otras tantas ocasiones, también Maite y yo participamos. Conocimos otra América, mucho más culta, democrática y más auténticamente liberal (socialdemócrata y libertaria en el sentido europeo), más racional pero también real, muy diferente de la oficial con el “sucio” Richard Nixon (Dirty Ricky) en el poder como Presidente: la América joven y esperanzada de los años sesenta que ya había superado la pesadilla de las denuncias y persecuciones de la siniestra era del senador Joseph McCarthy y todavía no había caído en las de su activo colaborador el actor delator Ronald Reagan y la actual saga ultraconservadora de los Bush y sus acólitos.


A poco de volver de los Estados Unidos terminé y publiqué, en 1971, mi libro Sociología y Filosofía del Derecho que, en dimensión académica, sintetizaba los saberes básicos de mi etapa de formación en los años sesenta. Algo después, en 1973, fue cuando al fin logramos que apareciera la revista “Sistema”, de la que, desde sus inicios, continúo siendo director (con José Félix Tezanos como editor) en el marco hoy de la Fundación del mismo nombre presidida por quien fue Vicepresidente del Gobierno, el viejo y buen amigo Alfonso Guerra. Derivaba en amplia medida de “Cuadernos para el Diálogo” pero con más dedicación en ella a las ciencias sociales y, en política, más decidida y expresamente socialista (asumiendo riesgos que hasta los finales mismos de 1975 se harían realidad). Personalmente, como se ve, yo proseguía con esa mi doble actividad.


Y es también por entonces (Curso 1972-1973) cuando me incorporo a la recién creada -en 1968- Universidad Autónoma de Madrid, con un grupo de muy inteligentes jóvenes doctores y doctorandos, a quienes en la Complutense yo venía desde tiempo atrás asesorando: me refiero a Francisco Laporta, Virgilio Zapatero, Eusebio Fernández, Liborio Hierro, Ángel Zaragoza, Alejandro Pedrosa, Joaquín Almoguera y algunos más. Ese fructífero trasvase se produjo como respuesta -con nuestra gratitud- a los generosos y heterodoxos requerimientos del primer decano de su Facultad de Derecho, el profesor Aurelio Menéndez. Pero, junto a todo esto, tras varios años de incidentes e intromisiones extra-académicas de toda especie, políticas, jurídicas, incluso judiciales y policiales, quien les habla había logrado al fin ser nombrado, en 1974, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Oviedo, gracias entre otras cosas a la insobornable capacidad de resistencia y honradez (no son palabras vanas) de los profesores Felipe González Vicén, José Delgado Pinto y Nicolás María López Calera. A ellos mi profundo reconocimiento, aquí, una vez más.


Y allá, a las Asturias, nos fuimos toda la familia al completo, Maite y yo con nuestros hijos Miguel y Pablo. No acabaría, y los oyentes y los hipotéticos lectores no me lo perdonarían, si les diera cuenta ahora de toda o de parte de nuestra vida en aquellas tierras, que desde entonces ya consideramos nuestras: con el tiempo al menos lo sería propiamente, de hecho y de derecho, un pequeño pradín y una casa dentro de él. Fueron años intensos y muy decisivos aquellos de 1974 a 1976. También de extensión universitaria y política, desde esas fechas hasta hoy como militante del Partido Socialista Obrero Español: “militante, no simpatizante” es como en ciertas (demasiadas) ocasiones he lamentado tener que identificarme. En aquella Universidad astur fui compañero en docencia y en cercanía política, con muy entrañable amistad (también las de nuestras dos familias), de quien en esta fecha se incorpora conmigo a este alto grado de la Universidad Carlos III, el profesor y magistrado constitucional Julio González Campos. Y allí tuve como muy especial estudiante de doctorado y como director yo de su tesis, después como colaborador e íntimo amigo desde entonces a Manuel Atienza, hoy catedrático de la Universidad de Alicante, donde ha formado otro muy prestigioso grupo de trabajo en Teoría y Filosofía del Derecho. Después de esos dos años dejamos, a pesar de todo, Oviedo y tras un rápido e individual pasaje “táctico” por la Universidad de Valencia, breve pero no exento para mi de conocimiento e interés y de gratas relaciones personales -mi recuerdo aquí para Manuel Broseta-, al fin se produce en la primavera de 1977 (ya pues, veinticinco años) el que sería mi definitivo retorno a la Universidad Autónoma de Madrid.


En ella, con Francisco J. Laporta como primus inter pares, el equipo procedente años antes de la Complutense había mantenido -yo siempre en contacto- no el fuego sagrado pero sí la llama laica de nuestras preocupaciones, estudios e, incluso, ilusiones de entonces, aunque administrativamente -es decir, en cuanto a seguridad jurídica laboral- aquello se encontrara del todo en precario. Salvando las distancias cronológicas, diría que de modo similar a como hoy lo está el “becario precario” y otros colaboradores científicos respecto de las negativas condiciones sociales y económicas para sus trabajos de investigación en este país. Nuestros proyectos por una filosofía jurídica y política, plural, crítica, democrática, seguían estando todavía bajo la constante vigilancia y amenaza del contumaz, perseguidor inquisitorial, el perenne iusnaturalista y tradicionalista Francisco Elías de Tejada y Spinola y sus grupos de apoyo en poderosos sectores de la política, la judicatura y la misma Universidad de la época. Con mi incorporación oficial como catedrático se conjuraba en gran parte tal peligro y se consolidaban nuestras posibilidades de docencia e investigación en el Departamento, después Área de conocimiento, que -sumando nuevos excelentes colaboradores y amigos con Alfonso Ruiz Miguel y todo el plural, competente y riguroso actual plantel- iba a ser ya nuestra base estable de trabajo en la Universidad Autónoma de Madrid. Ahí quedan -obra de sus componentes- importantes tesis doctorales y algunos libros de muy alta cualificación filosófica y científico-jurídica: valga como muestra el colectivo sobre Estado, justicia, derechos, aparecido en estos últimos meses. Recordaré aquí la lista de colaboradores (prácticamente todo el Área) en esa obra colectiva: Liborio L. Hierro, Elías Díaz, Francisco J. Laporta, Evaristo Prieto Navarro, Silvina Álvarez, José Luis Colomer, Alfonso Ruiz Miguel, Juan Carlos Bayón, Julián Sauquillo, Joaquín Almoguera Carreres, Cristina Sánchez Muñoz, Elena Beltrán Pedreira, Luis Rodríguez Abascal y Pablo de Lora. Junto a ellos forman asimismo parte del Área, los profesores Tomás Cordón, Cristina Hermida y Abraham Sanz que, por diferentes motivos, no pudieron participar en ella. Y como muy eficaz secretaria, colaboradora y amiga, María Eugenia Aguilella.


Querría pedir disculpas por haberme detenido aquí en todas esas más o menos lejanas vicisitudes políticas y universitarias, pero si lo he hecho es, entre otras razones, porque me parece que es bueno, del todo necesario, que los jóvenes, incluso los más cercanos, -sin peligro alguno de contagio por el borgiano memorioso Funes-, no desconozcan u olviden ese pasado, esta historia, estas historias. Y sobre ellas, sobre lo expuesto ahora hasta aquí, se produce precisamente esta mi investidura como Doctor “Honoris Causa” y mi vinculación aún mayor a esta tan querida y receptiva Universidad Carlos III. No es esta la primera ocasión, aunque sí la más destacada, solemne y emotiva, en la que he oficiado en ella como doctor, es decir como docente; desde el principio de su andadura, en 1989, he sido invitado como profesor preferentemente en sus cursos de doctorado así como en conferencias, reuniones, jornadas, congresos y todo tipo de eventos relacionados con nuestra amplia especialidad. Me siento pues como en casa, también como en mi Universidad al volver hoy aquí, sin duda que debido en muy buena medida a la fraternal no acrítica amistad con que me distingue y honra nuestro iusfilósofo Rector, así como su amplio, valioso y bien conjuntado equipo de colaboradores. Dirigido por el profesor Gregorio Peces-Barba Martínez forman hoy tal equipo de ilustrados iusfilósofos, Eusebio Fernández, Rafael de Asís, Ángel Llamas, María José Fariñas, Francisco Javier Ansuátegui, José María Sauca, Andrea Greppi, José Manuel Rodríguez Uribes (ahora en la Universidad de Valencia), Rafael Escudero, Maricarmen Barranco, Javier Dorado, Miguel Ángel Ramiro, Ignacio Campoy, Diego Blázquez, María Venegas, María de los Ángeles Bengoechea, Emilio Moyano, Patricia Cuenca, Carlos Lema, Antonio Pelé y Óscar Pérez de la Fuente.


Me congratulo absolutamente de tener tantos y tan buenos amigos. Cada vez tengo más claro, más aún con el paso del tiempo, que -bien entendida- la lealtad, el afecto y la comunidad de la amistad -como quedara ya dicho desde Aristóteles, sin demérito de Platón y de la verdad- son sentimientos, realidades, tan relevantes para la felicidad y tan definitorios de la identidad personal como lo son otros decisivos bienes o el mismísimo saber. Aunque, por supuesto, que para merecer ser propuesto e investido como doctor Honoris Causa son los motivos ya mencionados y relacionados con el segundo, con el saber, los que deben por entero prevalecer. Pero, respecto a ello, yo me conformaría (otra vez Kant) con el atreverse a saber, es decir con la voluntad de saber que podría haber aducido el propio Unamuno con su voluntad de creer (por lo demás, una y otra muy diferentes de la nietzscheana voluntad de poder). Espero que a la Junta de Gobierno y a las autoridades académicas de esta Universidad Carlos III les haya motivado en esta ocasión el afecto y la amistad pero también el reconocimiento hacía mí de la buena voluntad para intentar siempre avanzar ante las inmensas ignorancias y las posibles confusiones propias y de los demás.


Pero, por si acaso, querría/necesitaría ocupar todavía un poco de tiempo más, para mi relativa autojustificación, apuntando breves referencias de contenido acerca de algunas de las que -en este personal itinerario- tal vez puedan ser consideradas como contribuciones, más o menos validas, de mis publicaciones y docencias para nuestra filosofía jurídica y política. De eso se trata aquí, por lo que dejo ahora un tanto al margen las relativas a la historia de ellas, de las ideas sociales, en la España contemporánea, áreas -estas dos- en las que yo preferentemente he venido trabajando a lo largo de todos estos años.


2.- Teoría del Derecho: validez normativa, control judicial, poder social y político-institucional


El punto de partida, la motivación inicial de ese largo viaje curricular, de mis posiciones personales teóricas y prácticas en aquellos años cincuenta en Salamanca, en su Universidad y en su ciudad, habría sido desde el principio un sentimiento compartido con otros entonces jóvenes de esa denominada generación del 56: la consciencia de hechos y razones para una progresiva disidencia y el posterior rechazo final respecto de la situación política, social, cultural, religiosa, impuesta en la España de la época, la España del nacional-catolicismo. Un malestar casi físico, desde luego psicológico, ante la prepotente mediocridad oficialmente imperante, ante las falsedades públicas, las desigualdades e injusticias de aquel régimen militar-eclesial (“mitad monje, mitad soldado” es lo que se había propuesto como modelo), un régimen siempre tan propenso a todo tipo de prohibiciones, discriminaciones e inquisiciones. La falta de libertad, de concretas libertades, los avisos y temores ante las desidencias y las críticas discrepantes, era algo que se veía y se sufría en la vida diaria, antes y por debajo de las posteriores racionalizaciones de alcance más o menos teórico e intelectual.


En el principio fue, pues, la negación: la protesta, la resistencia interior a todo ello, después la oposición ya más explícita a un poder político de carácter dictatorial, totalitario (que luego querrá presentarse como autoritario), a unos poderes en cualquier caso profundamente antiliberales y antidemocráticos. Desde las vivencias de esa tan cerrada situación -aferrándonos a todo cuanto significara recuperar y aunar fuerzas para el futuro de la democracia- un explícito reconocimiento de quienes desde dentro de ese clima asfixiante también entonces intentaron abrir algunas puertas y actitudes estará años más tarde muy presente en mi libro de 1974 sobre vida intelectual, política y cultura, en la España de ese difícil tiempo.


Esa conciencia (ética) y esa consciencia (racional) que iban a ir abriéndose paso en esa joven generación habrían de incrementarse con mayor exigencia y rigor crítico -cabe resaltar- cuando se trataba precisamente, como en nuestro caso, de alumnos de una Facultad de Derecho. De gentes que lo que tenían que estudiar allí era, junto a los grandes códigos, las decisiones legislativas-gubernativas, las actuaciones administrativas, las resoluciones judiciales y el entero ordenamiento jurídico de aquel régimen político. Especialmente quedaban afectados el Derecho penal, en realidad todo el Derecho público, pero también el Derecho de familia, el Derecho procesal y su falta de garantías y seguridades ante cierto tipo de situaciones y conflictos. Y, a la vez, en las alturas, se exhibía asimismo la ideología oficial, determinada por la fundamentación dogmática de todo ello en un Derecho natural, teológico y teocrático, inserto en una tradición reaccionaria y negadora de los más básicos de los derechos llamados naturales. Para tales iusnaturalistas hispánicos -incluídos, todo hay que decirlo, no pocos influyentes y muy renombrados juristas, que, sin embargo, en el día a día actuaban dualistamente como positivistas y que para nada contaban ni se planteaban los concretos problemas de su justicia o injusticia- aquel Derecho positivo no era sólo Derecho válido sino también, reforzandolo, Derecho natural, Derecho justo, nunca por ellos cuestionado.


Hubo también, sin embargo, quien supo muy pronto volver a acercar (por señalarlo con la expresión de Ernst Bloch) Derecho natural y dignidad humana: es evidente que, entre pocos más de los seniors de nuestra iusfilosofía, me estoy refiriendo con ello de modo muy particular a la evolución de mi maestro y amigo Joaquín Ruiz-Giménez. Otros disidentes como Felipe González Vicén -que precisamente tradujo esa obra de Bloch- no se reconocían en tal Derecho natural. Por lo que a mi se refiere, la antítesis de aquella ilegítima situación política y jurídica, frente a aquel Estado totalitario -que distorsionando, por lo demás, el significado de (in)ciertas evoluciones internas, ya entonces pretendía disfrazarse ideológicamente con otras más acogedoras denominaciones- era (tal antítesis) la que algo después yo quería mostrar -así surgió de hecho- en mi ya citado primer libro de 1966 Estado de Derecho y sociedad democrática. Otros compañeros de gremio y de generación, como Luis García San Miguel o Juan Ramón Capella, también iniciaban por entonces, desde sus propias perspectivas -y con diferentes recorridos y resultados-, la ruptura con aquella rancia doctrina, escolástica, confesional, iusnaturalista, que se pretendía imponer como dogma en la academia jurídica universitaria.


Lo que estudiábamos -años cincuenta- en la Facultad era, sin duda alguna, Derecho; el mismo Derecho que se publicaba regularmente en el “Boletín Oficial del Estado”: normas realmente dictadas desde las altas instancias gubernativas, desde un supremo poder ejecutivo carente de todo control ni responsabilidad ante unas fantasmales Cortes -ficticio poder legislativo-, por lo demás ambos poderes sin diferenciación ni representación democrática alguna. Y era el mismo Derecho del que, hasta el final mismo del régimen, con amplios protegidos márgenes de ilegalidad y arbitrariedad, se servían los aparatos administrativos y policiales, subordinando libertades y derechos a cualquier invocación interesada de la seguridad estatal. El mismo Derecho sin derechos, que, en definitiva, interpretaban, aplicaban y hacían coercitivamente valer, es decir cumplir y hacer cumplir los jueces, el poder judicial, con la colaboración de todos los demás juristas. Hay que decir enseguida que, por fortuna (mejor, por “virtud”), no todos lo hacían, en esos diversos niveles, con el mismo celo, con el mismo espíritu, ni los mismos resultados negativos. Y había también, desde luego, quienes hacían lo (im)posible por sacar de ahí las mayores y mejores conclusiones positivas para los derechos humanos y las libertades concretas.


Pero aquello era, sin duda, el Derecho, la legalidad, el Derecho positivo, el Derecho vigente, el Derecho válido: es decir el que valía para que los ciudadanos (los súbditos) pudiesen obrar jurídicamente, el que valía para que los profesionales (jueces incluidos) tuvieran respaldo legal en sus respectivas actuaciones, el que daba o no validez a contratos, testamentos y demás negocios jurídicos y documentos públicos y privados. Eso (en cuanto legalidad) era el Derecho, aunque (en cuanto legitimidad) fuera la negación del Estado de Derecho. Por lo demás, tal negación no se salvaba con subterfugios confusos como el de un pretendido, reductivo y, en aquellas circunstancias, totalmente espurio Estado administrativo de Derecho.


Todo aquello, reitero, era Derecho porque éste, el Derecho -sin osar dar yo aquí una definición definitiva y exhaustiva-, es todo sistema normativo dotado de eficaces mecanismos de coacción/sanción institucionalizada. Esa referencia a la eficacia significa, desde luego, que el “centro de imputación” normativo y judicial funcione. Pero en última instancia y en su raíz exige, detrás de ello, un cierto relativamente amplio reconocimiento y cumplimiento social -legitimación- por las razones o sinrazones que sean. Y -lo cual es decisivo- junto a las expresiones positivas del poder social, para que haya validez habrá siempre que contar -emanación de aquél- con un efectivo respaldo político institucional. Si éste falta, si desaparece ese poder social e institucional, sencillamente el Derecho, ese Derecho, deja de existir. El Derecho es fuerza, poder social e institucional efectivo. Sin esta auténtica Grundnorm, sin la aceptación de que para que el sistema funcione se ha de obedecer la Constitución, pero -prolongando el normativismo de Kelsen e, incluso hoy, el que ¿podríamos llamar? constitucionalismo judicialista de Ferrajoli-, sin ese sustento del poder social (legitimación) y, de manera muy fundamental, sin las oportunas respuestas eficaces, operativas, del poder político institucional, tales normas dejan sin más de ser normas jurídicas, dejan de ser y de valer como Derecho. La validez jurídica deriva de las claves fundamentales de identificación del propio ordenamiento (Constitución y, con Hart, las prácticas sociales y de los operadores) pero contando, detrás siempre de esas normas y de esas prácticas, con la radical dependencia empírica de tal validez respecto de su efectivo respaldo por el poder social y político institucional en su más comprehensivo sentido.


Ex facto oritur ius. El Derecho nace del hecho, señalaban ya con otro alcance los juristas romanos. Sería, entonces y después, la alegada fuerza normativa de los hechos. Y del Derecho como hecho han hablado en nuestro tiempo -en posiciones con frecuencia no coincidentes en implicaciones y resultados- el muy controvertido Karl Olivecrona y las teorías empiristas del Derecho. Pero, desde ahí, lo que yo propongo es, en cierto modo, la radicalización -la búsqueda realista de las raíces- de tal parcial empirismo: el hecho jurídico no es sólo, ni básicamente el hecho judicial, como lo es en aquellos o en tantos otros diferentes judicialistas, y también en Ross. Si falta o desaparece en su conjunto el “centro de imputación” adjudicado por las normas a los aparatos judiciales -situación grave, casi límite, pero en última instancia definitoria- habrá de ser ese poder social y político, constituyente y constituido, quien en cada circunstancia real concreta tendrá finalmente que responder y, en consecuencia, que actuar para que el sistema jurídico -y, con él, todo el orden social- no deje de funcionar, de tener validez y de existir como tal.


Pero el Derecho valido (de cuyos modos de específica localización, interpretación y aplicación se ocupa, en sentido amplio, la Ciencia del Derecho) no siempre vale para lo mismo (aquí, sobre efectos y consecuencias, las investigaciones empíricas de la Sociología del Derecho), ni vale lo mismo (sobre esos juicios de valor recae la principal función de la Filosofía del Derecho). Esta elemental polisemia -no todo Derecho valido vale para lo mismo ni vale lo mismo- remite, como vemos, a la diferenciación (aunque siempre con interna conexión, nunca aislamiento ni total escisión) entre validez jurídica, facticidad sociológica y valoración ética: aunque con implicaciones mucho más amplias, también aquí para este tema resultará fructífero el diálogo, los acuerdos y desacuerdos, junto a otros, con Jürgen Habermas en su tan difundida obra precisamente rotulada como Facticidad y validez.


La validez jurídica es, a mi juicio, autónoma -relativamente autónoma, como todo- respecto de aquello para lo que de hecho está valiendo o ha valido en una sociedad (o en la historia) uno u otro sistema de legalidad: así, función regresiva y opresiva, de obstáculo al cambio, o, más bien, mucho mejor, función progresiva, transformadora y de verdadera emancipación y liberación social. Esas diferentes funciones del Derecho por supuesto que tienen que ver, a más o menos corto o largo plazo, con el hecho social de la legitimación: de ahí que la validez sea asimismo “relativamente autónoma” respecto de aquellas. Y, por otro lado, la validez jurídica es también autónoma -diferente aunque no indiferente- respecto de los valores éticos, respecto de la justificación o no de tal Derecho. El Derecho de las dictaduras, de los regímenes injustos y carentes de legitimidad, también fue (es) Derecho. El Derecho no se define por su justicia o injusticia, como quería el iusnaturalismo especialmente el de carácter ontológico y teológico, por lo general para justificar el Derecho positivo, el que venía impuesto, en total identificación con su ley eterna, por quien tenía la fuerza para ello. No creo, por lo demás, que se vaya muy lejos en esta cuestión ni se resuelva (al modo de Lon Fuller o, incluso, de Hart) con la sola invocación de un minimum ético del Derecho que se supone común a cualquier ordenamiento jurídico.


Es verdad, sin embargo -como señalaba antes-, que todo Derecho requiere, incluso para su validez, de algún grado (mayor o menor) de eficaz aceptación y/o de cumplimiento social, es decir de legitimación: haya sido lograda ésta por unos u otros medios, desde, por un lado, el engaño o el terror hasta, por otro, más valido y valioso, el libre convencimiento y la más ilustrada adhesión. Todo lo cual implica tener ya que plantear o que asumir, al hilo de tal legitimación/deslegitimación, imprescindibles cuestiones de legitimidad y justificación respecto de tal Derecho válido. Precisamente porque el Derecho es fuerza, lo más importante -lo que a la gente le interesa- es saber y comprobar si esa fuerza, esa coacción, ese Derecho es o no justo (según principios y/o utilidades) y, a su vez -en caso más o menos negativo-, como puede aquél hacerse realmente justo o, al menos, lo más justo posible. El Derecho es el Derecho, sí, pero el Derecho válido no vale nada si es un Derecho injusto, negador de la libertad, la igualdad y los derechos humanos. La Filosofía del Derecho es quien, contribuyendo a diferenciar entre esas dimensiones empíricas de las ciencias jurídicas, la Dogmática, la Sociología y la Historia del Derecho, trata a su vez de establecer y reconstruir las necesarias comunicaciones entre ellas y su contraste racional y crítico con la ética, con la teoría de la justicia: aquí, pues, el reenvío a la filosofía de la praxis y, entre otras construcciones teóricas de nuestro tiempo, a las propuestas y aportaciones plurales de gentes como John Rawls, Ronald Dworkin, o Norberto Bobbio.


De algunas cuestiones de este carácter -elementales para juristas y otros tan ilustrados oyentes-, de esas diferenciaciones y comunicaciones entre las ciencias jurídicas y la perspectiva filosófico-jurídica, de esas dimensiones de legalidad, legitimación, legitimidad (de sus implicaciones para una concepción que, desde y tras el normativismo, propugnaría designar hoy como realismo crítico) es de lo que -ya he indicado- me ocupaba yo, con amplias buenas influencias duales de, respectivamente, Hans Kelsen y Max Weber, de Norberto Bobbio y Renato Treves, en mi libro de 1971, Sociología y Filosofía del Derecho; o, antes, de modo fraccional, en mis artículos, de 1962, sobre Sentido político del iusnaturalismo o, de 1965, sobre Sociología jurídica y concepción normativa del Derecho; y, después, en otros diferentes trabajos hasta el ya citado Curso de Filosofía del Derecho, resumen de parte de mis lecciones para los estudiantes de la Universidad, publicado hace sólo unos años, en 1998. Reincido aquí en estas prolijas indicaciones preocupado por (auto)rastrear y documentar este mi itinerario de filosofía jurídica y política.


Realismo crítico, pues, respecto de un concepto del Derecho que hace radicar la validez del ordenamiento jurídico (legalidad) en la eficacia del poder social y político, constituyente y constituido, en cuanto recurso último que realmente lo respalda (legitimación), pero que -con autonomía (relativa) de esas dos instancias empíricas- pretende siempre incorporar y alegar algún tipo de legitimidad. Lo cual, como puede verse, abre necesariamente la vía al debate de la razón crítica sobre su justicia o injusticia, sobre sus acuerdos o desacuerdos con la ética y sus consecuentes y libres argumentaciones. En la autonomía de ambas, por lo demás, ineludibles dimensiones reside sustancialmente la fundamental diferencia del realismo crítico tanto con respecto del iusnaturalismo ontológico/teológico como del positivismo funcionalista/avalorativo. Y sobre aquél precisamente se sitúa y actúa la teoría de la justicia y el consecuente análisis sobre el fundamento de los derechos humanos, cuyos principios básicos y algunas de sus concretas aplicaciones jurídico-políticas querría yo repasar aquí, desde mi punto de vista, si bien lo sea en esta intervención con ineludible brevedad.


3.- Teoría de la Justicia: derechos humanos, autonomía moral, libertad positiva y legitimidad democrática.


Desde siempre entendí, en esta aludida perspectiva, que la ética, esa ética, esa teoría de la justicia, hasta por lógica interna (quiero decir, por coherencia de quien la enuncia y de los propios enunciados), tenía que derivar y que situar su más radical fundamento en la libertad, en la íntima libertad personal afirmada con carácter universal. En aquellos tiempos de privación de libertad, antes de leer y poder saber un poco más de y sobre Kant, pero sin duda que también por influencia suya más o menos directa e inmediata, siempre pensé que nada se podía hacer (bien) -ni en el ámbito personal ni en el social- sin esa libertad: es decir sin lo que en aquel se añade así, con exigencias de universalidad, en la autonomía moral individual. Después pude ir aprendiendo algo más sobre esas y otras exigencias objetivas de tal autonomía moral (a no confundir con cualquier arbitraria irracionalidad), sobre la capacidad o no de autogobierno, sobre las condiciones reales de la libertad (la conciencia de la necesidad, decía Hegel), sobre las muy complejas relaciones en la esfera pública con la autolegislación y la autodeterminación social. En cualquier caso, la libertad, la autonomía moral tenía que ser real (además de racional) y universal (de igual posibilidad para todos) dada su radical y decisiva necesariedad: todo ser humano considerado, pues, como ser de fines, como fin en si mismo, no como medio o instrumento para otro ajeno fin.


En consecuencia y desde el principio, necesarias implicaciones democráticas de la libertad, del buen liberalismo: de aquel que en nuestro país por aquellos años volvíamos a redescubrir en las mejores expresiones y derivaciones del ilustrado krausismo y de la “Institución Libre de Enseñanza”: Francisco Giner de los Ríos, Gumersindo de Azcárate y, después, hacia el socialismo, Julián Besteiro o Fernando de los Ríos, a quienes yo personalmente y el equipo de jóvenes doctorandos dedicamos por entonces (también a Unamuno y a Ortega) alguna creo que interesante y fructífera atención. De la Institución a la Constitución, asumiendo críticamente hasta nuestros días ese siglo de pensamiento en España, ha sido un rótulo que yo he acuñado después y que he venido utilizando como -creo- significativo resumen de esa nuestra mejor reciente historia. Pero, como he indicado, no son de estas obras históricas de las que yo tengo que ocuparme aquí y ahora con mayor detenimiento.


Volviendo, pues, al tema general (teoría de la justicia) recordaría que aquello -síntesis abierta de igualdad con libertad- es lo que, en debate critico con otros ambiguos discursos de la izquierda nada infrecuentes en esa época, estaba ya, a su vez, en las propuestas de mis citados libros sobre Estado de Derecho y sobre Filosofía jurídica. Pero más aún lo estaba, mi crítica, frente a los nada ambiguos sino muy evidentes y terminantes poderes negadores tradicionales de todos esos valores de la modernidad. Lo primero, la libertad fue así, como provocador interrogante ante tales reticencias y negaciones, pero con un significado más radical y general, el título casi programático que le puse a un artículo mío sobre estos dilemas aparecido en un número monográfico de “Cuadernos para el Diálogo”, justamente en diciembre de 1975, en los mismos días en que expiraba al fin el dictador. Después se prolongaría y se argumentaría tal afirmación en dos trabajos a los que yo concedo especial relevancia: uno sobre “Socialismo democrático y derechos humanos” y otro sobre “El Estado democrático de Derecho y sus críticos izquierdistas”, incorporados ambos a mi libro de 1977, Legalidad-legitimidad en el socialismo democrático.


Desde ahí, en otras obras posteriores y hasta hoy mismo, -resumo para este personal itinerario-, he venido insistiendo en la conexión conceptual y en la profunda correlación descriptiva y prescriptiva entre, por un lado (como fundamento), esa concepción ética de la justicia basada en la libertad, en una real y efectiva autonomía moral de todos los seres humanos, sobre bases de ilustración y deliberación, y por otro (como derivada), una concepción política de la democracia entendida como doble libre participación, en decisiones y en resultados (medidos estos en garantía de derechos y satisfacción de necesidades). La democracia como moral -aquí, otra vez, el recuerdo siempre de Aranguren- es, sí, autonomía personal pero también, como en el humanismo real, consideración de que el ser humano -todos los seres humanos- son el objetivo final de la historia y de la propia ética que, desde la pluralidad y la racionalidad, opera dentro de aquella. Desde esa democracia como moral habrá de configurarse, por su parte, la democracia como política, la cual debe, a mi juicio, entenderse y realizarse a través de esa doble participación, en decisiones y en resultados.


Y de ahí, de la democracia como moral y de la democracia política, deriva la democracia institucionalizada como derecho, la democracia jurídica, es decir el Estado de Derecho, que se concreta correlativamente en esas sus dos básicas exigencias: en primer lugar, la autolegislación, el imperio de la ley como expresión de la voluntad -soberanía- popular (o de la voluntad general formulada a través de la voluntad de todos, si queremos enunciarlo en términos -a mi juicio- del mejor Rousseau); y, en segundo lugar, la protección y realización de los derechos fundamentales, plasmación concreta de valores, necesidades y libertades. Entre estas dos básicas exigencias se articulan, en lógica deducción de ellas, los otros dos elementos que -ya he hablado de ello en otras publicaciones mías aquí ya citadas- integran el cuadro no exhaustivo de los caracteres que corresponden al Estado de Derecho: a saber, la diferenciación de poderes, mucho mejor que su aislamiento y separación, con interdependencia entre ellos y coherente predominio del legislativo; y, a su vez, derivada del ahí y del imperio de la ley (empezando por la Constitución como ley fundamental), la fiscalización y responsabilidad jurídica y política de la Administración, del poder ejecutivo, de los gobernantes, en definitiva de todos aquellos que ejercen poderes públicos (y, desde ahí, también poderes privados).


El Estado de Derecho es la institucionalización jurídica de la democracia política: y tras ella siempre habrá de estar la correlación de la democracia como moral. Aquel como propuesta prescriptiva significa, pues, la radical negación y superación de todo tipo de Estados absolutos, dictatoriales, totalitarios. Desde esa perspectiva, el Estado de Derecho expresa la implantación como legalidad de ese modelo democrático de legitimidad, dotado de la suficiente necesaria libre legitimación. Y ello con ese objetivo muy explícito, y también justificado éticamente, cual es la protección y realización de los derechos, las libertades, las necesidades, las exigencias y valores morales que derivan en el tiempo de la dignidad de todos los seres humanos. La razón de ser del Estado de Derecho es la protección y realización efectiva de los derechos fundamentales. El Estado de Derecho -tendrá pues que concluirse- es así un Estado de derechos.
Recordados estos principios y algunas de sus concreciones, no voy ahora a extenderme más en un tema como este al que he dedicado muy preferente atención a lo largo de tanto tiempo desde aquel mi primer libro, de 1966, en el cual ya se resaltaba la decisiva conjunción entre Estado de Derecho y sociedad democrática. No voy a insistir más en este mi eterno tema porque me voy temiendo que, ahora en este discurso doctoral, pueda acabar ocurriéndole lo que dicen que precisamente le pasa a la eternidad: que al principio está bien pero que luego acaba cansando. Por tanto, sólo voy a resumir en este final un par de aspectos que me parecen de interés para el debate actual y de necesaria clarificación en relación con algunas observaciones hechas a mis propuestas de siempre a favor de un Estado social y democrático de Derecho.


La primera nota es para puntualizar que -vinculada a esa fundamental correlación entre Estado de Derecho y sociedad democrática- cabe hablar aquí, a mi juicio, de democracia (utilizando el mismo término sin mayor riesgo de confusión para este tema) en una doble pero interrelacionada referencia: así por un lado, respecto del Estado de Derecho básicamente entendido en el pasado y hoy -ya he dicho- como institucionalización jurídica de la democracia; y, por otro, respecto del Estado democrático de Derecho como meta o utopía racional hacia la que avanzar, con propuestas de futuro definidas de modo claro pero flexible, desde las diversas situaciones jurídico-políticas, socio-económicas y ético-culturales operantes en nuestro tiempo. Como se ve, dos variantes del término “democracia” con un contenido en el tiempo no por entero coincidente pero, en modo alguno, divergente.


La democracia es, como todo, como el mismo Estado de Derecho, un proceso histórico siempre abierto e inacabado (todo es transición y nada más que transición) pero siempre analizado y valorado desde los resortes críticos de la razón y la libertad. De “proceso incesante en la historia de la Humanidad”, calificaba también el propio Kant a la Ilustración. Lo opuesto, pues, una vez más, al dogmático y simplista fin de la historia. Cabe así señalar que el Estado de Derecho es, empieza a ser, la institucionalización de la democracia a partir de aquellos sus incipientes, muy insuficientes, orígenes con la modernidad, más en concreto con el Estado liberal, con el liberalismo. Son hitos que correlativamente tienen también que ver, en mayor o menor medida, con lo que iba a ser la democracia: así, gradualmente, Inglaterra en el siglo XVII, las colonias americanas y la Declaración de derechos de Virginia en el XVIII, Francia y las mejores aportaciones de la Revolución de 1789, Alemania, inventor del término Rechtstaat en el primer tercio del XIX, después -con grandes luchas y dificultades- esos mismos países y otros más, también España, ya en el mismo siglo XX.


La cuestión a debate sería a grandes rasgos la siguiente: todavía, en aquel tiempo, sin sufragio universal y siempre excluida la mujer hasta hace bien poco, con muy desigual y deficiente protección de los derechos fundamentales, ¿podría, a pesar de todo, defenderse desde esa limitada, restringida, perspectiva que esas expresiones del Estado de Derecho, esos Estados liberales parlamentarios, hayan sido de algún modo (más o menos reducido) algo a situar en la vía del Estado llamado democrático? Así, positivamente, prefiero verlo yo: y, en ese sentido, es en el que se define aquí que el Estado de Derecho es (siempre) la institucionalización de la democracia y, como tal, que la cultura de esta y del Estado de Derecho es, deriva, de la cultura de la Ilustración. Pero es verdad, a su vez, que también he utilizado ese mismo término -en la fórmula del Estado democrático de Derecho- para precisamente denotar y connotar esas indudables insuficiencias democráticas del modelo liberal, incluidas las muy graves del mundo actual. Y para resaltar de modo prescriptivo -eso es lo fundamental- que la exigible realización, el cumplimiento progresivo de la democracia, de una democracia de calidad, es un objetivo de futuro que por lo demás habrá de entenderse como algo siempre abierto e inacabable: tanto que, aún con importantes avances concretos, en nuestro tiempo -cabría objetar- apenas se está iniciando aquélla, con el Estado social, sobre todo si la consideramos -como debe ser- a escala global o, mejor, universal. El Estado de Derecho, de base y génesis liberal, es incoativa y potencialmente democrático-social.


Esa progresiva realización de la democracia incluye hoy toda esa herencia y también, en homogeneización crítica de la sociedad civil con las instituciones jurídico-políticas, la coherente incorporación en aquella de lo mejor de los actuales nuevos movimientos sociales. Aquí se situaría el consenso/disenso con la filosofía ética de, entre otros, el amigo Javier Muguerza: mi propuesta va en el sentido de potenciar la conjunción de la socialdemocracia con el socialismo libertario y de evitar por lo demás la confusa amalgama liberal/libertaria respecto de la actual caracterización conservadora de la sociedad civil y de la regresiva debilitación y degradación de las intervenciones estatales e institucionales.


Mi segunda advertencia en este resumen es para precisar, en consonancia con lo anterior, que el Estado de Derecho no es sólo -como en la doctrina jurídica tradicional- un instrumento negativo de control y limitación de los poderes, aunque también sea eso, sino asimismo y de manera muy substancial -esta sería la nueva perspectiva a resaltar- un factor positivo para el impulso, protección y realización de los derechos fundamentales. Estos -ya se ha subrayado- son la verdadera razón de ser del Estado de Derecho. Consecuentemente éste no es sólo -advirtamos en alusión al dualismo de Isaiah Berlin- un mecanismo para asegurar la libertad negativa sino también, de manera creadora, un complejo entramado institucional para hacer más real y efectiva la siempre abierta libertad positiva. No empece esto reconocer, entre otras cosas, que el antiguo, decimonónico, restringido Estado liberal de Derecho, con sus imprescindibles garantías judiciales, procesales y penales, con sus derechos civiles y políticos, con sus libertades de pensamiento y expresión, fue desde luego -y en hipótesis también lo sería hoy (admitámoslo, a pesar de sus graves déficits de participación)- un válido Estado de Derecho. El Estado social y democrático de Derecho no pretende, por lo tanto, monopolizar esencialistamente la definición conceptual que corresponde a todo Estado de Derecho, la cual ha de caracterizarse con precisión en sus registros básicos pero, a su vez, admitiendo la progresión y perfectibilidad de sus contenidos. Nada de esto significa en consecuencia que el Estado de Derecho como Estado de derechos sea para nada un aparato inerte, ahistórico, que pueda y deba quedar inmovilizado en aquella su inicial fase de formación, dejando hoy fuera de él -de su concepto y de su realidad- la necesaria incorporación y la protección efectiva de los derechos económicos, sociales, culturales y otros de nuevo cuño (por ejemplo, los de minorías o del medio ambiente) dotados asimismo de suficiente justificación ética.


Recordemos -sin forzosa/forzada identificación con lo anterior- que esa positivista, más bien formalista, interpretación e inmovilización es la que en gran parte pretendió y practicó la burguesía liberal y sus juristas a lo largo del siglo XIX. Y que, precisamente, esto es lo que de modo incoherente aducía y aprovechaba Carl Schmitt como oculto alegato ideológico, es decir supuestamente científico, para su destrucción totalitaria del Estado de Derecho. También por esto, y por otras mil razones más, el socialdemócrata Hermann Heller siempre tendrá razón (descriptiva y prescriptiva) frente al nazificado y mitificado Carl Schmitt.


Muy difícilmente encontraría hoy legitimación fáctica, es decir incluso validez jurídica, ni tampoco -diferenciado de ello- merecería su reconocimiento como legitimidad democrática ni justificación racional, un Estado de Derecho que, de modo restringido, no acogiese en cierta considerable medida tales derechos económicos, sociales y culturales (segunda generación) así como otros, referidos a valores posmateriales, al respeto de las diferencias y de las minorias, del todo fundamentales y (tercera generación) cronológicamente posteriores a ellos. Aún más: sin tales más o menos nuevos derechos, en realidad los anteriores -los básicos denominados de primera generación- se dañan también irremediable y radicalmente, con el resultado final de una entonces imposible invocación, salvo exclusivamente retórica, de la dignidad humana como fundamento de tal filosofía jurídico-política. No hay Estado de Derecho sin derechos. No hay Estado de Derecho que no sea, a la vez y a la altura de los tiempos, un Estado de derechos, incluidos pues los derechos sociales y estos otros novísimos derechos. El Estado de Derecho no es, no tiene porque ser, un Estado de derechas; o, como se decía antes, esta clase de Estado, no es, no tiene porque ser, un Estado de clase. En nuestros días, y para el futuro -como justamente prescribía en 1978 el art. 1,1 de nuestra Constitución- pero que después en gran parte parece haberse injustamente preterido, el Estado de Derecho habrá de ser un Estado social y democrático de Derecho.


4.- La “lex mercatoria”, el eterno retorno del iusnaturalismo. Los hechos y los derechos. La palabra y la acción.


Sabido es, sin embargo, que muchas de las cosas del mundo no han ido, no están yendo en estos últimos tiempos precisamente en esa buena dirección. El creciente indiscriminado temor, por un lado, de los poderes tradicionales ante la muy amplia, plural y activa presencia de la izquierda en los años sesenta, más algunas de las repercusiones, por otro, de los complejos procesos de descolonización así como la lectura interesada de la crisis mundial de la energía en los setenta, iban a producir -por parte de la derecha neoliberal- una muy fuerte y vasta reacción conservadora: “revolución conservadora” se le quiso, sin embargo, llamar jugando ideológicamente con las palabras, creando no poca confusión entre las de siempre opuestas filosofías de la reacción y de la revolución, entre reaccionarios y revolucionarios.


El resultado ha sido la omnipotente imposición mundial del absolutismo mercadista y, desde entonces -este era el objetivo fundamental- los más enconados ataques desde todos los frentes contra el Estado social, llevado a cabo (aprovechando ciertas debilidades e indudables problemas internos de aquél) desde las principales agencias económicas y los países dirigentes del que otrora llamábamos capitalismo internacional. Así, en Gran Bretaña, con los gobiernos de Margaret Thatcher, desde 1979, o en Estados Unidos bajo la presidencia de Ronald Reagan, desde 1980, seguidos después y hasta hoy mismo por casi todos los demás. Se amasaba allí (con el concurso, incluso, de la filosofía académica) una muy básica y reveladora amalgama doctrinal de ese economicismo liberal tecnológico, supuestamente modernizador, con el más añejo integrismo ideológico, también, religioso y moral. Desde ahí, entre otras muy negativas secuelas, se produce la casi absoluta destrucción del valor de la solidaria cooperación por obra y gracia de la supuesta eficacia que derivaría sin más de la exclusiva competición.


Anotemos y recordemos, por lo que se refiere a nuestro país, que tales ataques transnacionales al Estado social tenían lugar e irían a más, en escribas y políticos ultraconservadores, justo cuando en España (segunda mitad de los setenta) estábamos al fin saliendo de una dictadura que -más confusión- también habrá osado presentarse como “social”, nunca como liberal. Fue en aquel contexto en el que nos incorporábamos con grandes esfuerzos y esperanzas a una democracia que, forjada para muchos en la oposición de izquierdas de aquellos anteriores tiempos, quería ser -para el cambio real- una democracia (y un Estado de Derecho) de verdad: es decir, una utopía racional que contribuyera a ir haciendo realidad y para todos, o sea universal, esos grandes valores de libertad, igualdad, paz y solidaridad. Yo también publiqué por entonces un breve libro que avisaba de algunas de esas torpes interpretaciones de la dictadura e incidía sobre ciertas claves ideológicas de aquella nuestra buena transición; y, otro, de crítica precisamente a algunas de esas indiscriminadas y miméticas teorías de la maldad estatal.


Respecto a todas esas propuestas de carácter democrático, a estas alturas -de los tiempos y de mi intervención- ya sólo me voy a detener a enumerar algunas de las cosas que, muy reductivas y restrictivas de ellas, todos hemos tenido y seguimos en nuestros días teniendo que escuchar y soportar ante la tenaz insistencia e imposición de esos grandes centros de poder, económico, político, mediático e incluso académico. Así, productos tan averiados como el canto a las grandes excelencias del Estado mínimo, a la absoluta bondad de la privatización, es decir a la apropiación privada de lo público, el intolerable estímulo a los llamados “paraísos fiscales” y, otra vez, con variados ropajes, el “capitalismo científico”, la ideología del fin de las ideologías o el dogma del fin de la historia.


Según este pensamiento que quiere ser único, todo habría terminado: las (otras) ideologías, las (otras) ideas, la historia, todo excepto ese nuevo iusnaturalismo de la lex mercatoria como la verdadera y absolutamente justa ley natural. Es decir, la ley de la dictadura (o, según se mire, de la anarquía) del mercado, de la reducción actual de la complejidad social a los términos simplistas de la doctrina neoliberal. Y, con ello, la completa subordinación, casi anulación, del espacio de la política, de la cultura, incluso de la ética ante el intocable cálculo contable, ante el imperialismo de la economía (materialismo vulgar) y de los muy excluyentes análisis economicistas dominantes hoy. Ocultando o manipulando la historia, la ideología de la derecha vive y disfruta en el más puro y duro “inmediatismo” y “presentismo”. En las alturas teóricas también derivaría de ahí el silencio, o las repetitivas, inagotables, glosas formalistas o escolásticas de la recta doctrina, ante ciertos problemas de fondo que -desde ese capitalismo pretendidamente científico- se prefieren desdeñar como residuos antiguos y obsoletos o despreciar, sin más, en bloque como paleosocialistas y paleomarxistas. Para ello el instrumento metodológico preferido en tal ideología es el de la fragmentación teórica y real: en ella parece que nada tendría que ver con nada y que cada problema va por su parte. Lo que, sin embargo, desde ahí paradógicamente se impone como ocultación, y como indiscutible dogma científico, es la milagrera panacea ideológica de una supuesta globalización monolíticamente sectorial y profundamente desigual (internet para el capital, pateras para el trabajo), una globalización, una totalización, fragmentada y fragmentadora, en modo alguno universal ni para las personas ni para las cosas, tampoco para los derechos o las políticas de igualdad.


Una de las implicaciones y consecuencias más negativas de todo ello ha sido, está siendo, la degradación, el deterioro paulatino del Estado social: la pérdida de calidad de la democracia, cuando no -para numerosos pueblos del planeta- el retraso indefinido o el no acceso sin más a las mejores conquistas de la denominada sociedad del bienestar, exigibles desde esa su necesaria dimensión transnacional. Enseguida se alega que todo eso tiene sus costes: desde luego, pero no sólo económicos; también la falta de voluntad política es suicida. Ante tales necesidades y exigencias, en este caldo de cultivo, en un mundo con arrogante desprecio de la ética y ruptura de la más básica cohesión social, es obvio que se favorecen los fundamentalismos y fanatismos de toda especie, el incesante crecimiento armamentista, las acciones violentas y terroristas, las guerras interminables, la doctrina de la seguridad cercenando gravemente derechos y libertades, y, como mínimo, el fuerte aumento de las situaciones masivas de marginación y exclusión social. Estos son hoy en buena, mala, medida los hechos: frente a ellos, los derechos, es decir el Estado democrático de Derecho: y una ética de superior entidad, que requiere y promueve -creo- lo mejor de la condición humana.


Gran parte de estos problemas y en especial los que desde la perspectiva de una democracia radical y genéricamente socialista (frente a esa filosofía jurídico-política conservadora y neoliberal) podrían -a mi juicio- encontrar todavía respuestas validas en las implicaciones concretas derivadas de la reivindicación a escala transnacional de tal Estado democrático de Derecho, eran -me permitiría señalar- los que estaban en el fondo de mis preocupaciones y publicaciones de todos esos años. Como, desde luego, antes y después lo han estado asimismo -bien lo sé- en las de no pocos de quienes escuchan esta mi intervención. Entre otros escritos míos ya citados aquí, volvería a recordar ahora -frente a ese acoso al Estado y su degradación- los libros Socialismo en España: el partido y el Estado, de 1982, De la maldad estatal y la soberanía popular, de 1984, o Ética contra política, los intelectuales y el poder, de 1990.


En todas esas obras intentaba yo encontrar fundada y plural orientación, junto a algunos de los mejores y, a la vez, más problemáticos autores clásicos (Maquiavelo, Hobbes, Locke, Rousseau, Kant, Hegel, Mill, Marx, Weber, Kelsen y demás), también en gentes de nuestro tiempo y entorno como los que allí venían aducidos: o con más detenimiento en mi libro de 1994, Los viejos maestros, en homenaje justamente a ellos. Y entre esos y otros contemporáneos, españoles y foráneos, algunos tan prestigiosos como, por ejemplo (por ser breve y escueto en la enumeración), John Rawls, ya con excelentes intérpretes entre nosotros, el cual -vía Kant- habría contribuido a acercar los americanos a Europa y viceversa; el frankfurtiano Jürgen Habermas, asumiendo aquí las críticas de algunos de sus más serios conocedores; o, sobre todo, mucho más próximo también por su amistad, Norberto Bobbio, con quien mis coincidencias desde tiempos inmemoriales son casi absolutas y quien, en cualquier caso, obliga siempre a pensar y a seguir avanzando. Hasta aquí he llegado yo -podría decir como final (provisional) de este mi personal itinerario filosófico jurídico y político- apoyado y protegido en ellos, en esos gigantes del pensamiento, subido, como suele decirse y si es que me lo permiten, encima de sus hombros (Bobbio protestaría), quiero decir encima de sus obras, para poder ver así algo más lejos y un poco mejor.


Sin embargo, a pesar de todo, a pesar de tan sabias ayudas, a pesar de esos y otros tan buenos valedores, frente a las densas zonas obscuras de esa situación general, reconozco que no es fácil librarse hoy de aquella freudiana “desazón de la cultura” o, con otro sentido, del malestar de la cultura: de su grave impotencia y subordinación ante el poder, ante aquellos grandes inaccesibles transnacionales poderes que en muy amplia medida sujetan, mueven o inmovilizan el mundo según sus voluntades y exclusivos intereses. Ya sé que (casi) siempre ha sido así, que con frecuencia es el poder quien legítima el saber y no a la inversa como -bien entendido ese saber, conocimiento y ética, razón y voluntad, ciencia y conciencia- debiera ser: pero eso no es para nada un consuelo. En esta tan pesimista/realista situación, no es de extrañar que a veces se concluya -aunque sea sólo como estética evasión- con el “ya que no podemos cambiar el mundo, cambiemos al menos de conversación”. Pero, entonces, la pregunta es ¿de qué vamos a hablar si nada podemos hacer, salvo aceptar resignados -y tal vez hasta satisfechos- los dictados todos del gran poder? ¿Y todos aquellos que en el mundo no pueden ni siquiera cambiar de conversación, que ni siquiera pueden libremente hablar y mucho menos hacer? Por supuesto que -para evitar lo peor, el determinismo de la pasividad, el pesimismo de la razón y de la voluntad- habrá que comenzar con el explícito reconocimiento de la complejidad, diferente de la confusa obscuridad, y con el hecho contumaz de que nada o casi nada es simple y elemental, ni para su comprensión ni, menos aún, para su transformación.


Como secuela de todas esas complejidades y dificultades para la acción (y la razón) es cierto que -tal vez de modo especial en el ámbito de la filosofía política- también se está produciendo en nuestro tiempo una fatiga de las palabras, que de un modo u otro a todos llega a afectar: un cansancio, un agotamiento, como cuando se constata, en analogía, que hay o puede haber una fatiga de los materiales, aquella que hace que se derrumben edificios y construcciones. Aquí serían las ideas, las ideologías, las filosofías, los pensamientos (de rechazo también, ayuno de razón, el pretencioso y pretendidamente único), las construcciones teóricas hechas con palabras -pero también sus correlativas políticas- las que se resienten o desaparecen cuando aquellas se van quedando vacías, huecas, cuando no hay en ellas contenido capaz de práctica veraz y eficaz, sometidas unas o inertes otras, serviles o impotentes, ante esa todopoderosa realidad. Así, lisa y llanamente la gente deja de creer (y de comprender). Y yo, desde luego, tampoco tengo el remedio, la receta -ni mágica ni científica- para esta complicada enfermedad. Pero, precisamente porque en el mundo para mucha de esa gente las cosas están tan mal, pienso que no es posible ni ético resignarse a ese pesimismo que propende, de un modo u otro, a la pasividad.


Para contestar al inexcusable ¿qué hacer? parece necesario empezar por recuperar la vieja antinomia, reenlazando con lo que decía al comienzo de mi intervención: en el principio era la palabra, el logos (para mí más helénico que bíblico), la razón, o en el principio era la praxis, la acción; para reafirmar, a su vez, la posibilidad/necesidad de conjugar juntas, dialéctica y coherentemente, ambas dimensiones. Y, como mínimo, en la base social reajustar los valores de la meritoria competición con los de la solidaria cooperación (tanto en términos de eficiencia económica como de justificación ética). Quizás la fatiga de las palabras, la debilidad del pensamiento y, de paso, la sumisión y el oportunismo de la acción puedan todavía tener alguna hipotética y esperanzada curación- justamente la curación por la palabra y por la acción‑ si se logra de verdad tomar más en serio las implicaciones éticas y científicas de ambas en la total realidad: lo real y lo racional, lo racional y lo real, que tampoco tienen por qué ser categorías exclusivas de Hegel pero, en cualquier caso, poniendo también la dialéctica de este con los pies sobre la tierra; y todo ello para su necesaria, libre y democrática, racional transformación.


Es difícil pero en cualquier caso, sea o no esto así (¡que lo es!), ante tan fuertes y altas palabras, lo que yo al menos de manera coherente y decidida necesitaría y querría hacer es no fatigarles ya más a quienes han tenido la paciencia y la generosidad de seguirme hasta aquí. Con lo que sólo me queda, en este final de recorrido y de investidura doctoral, que hacerles saber (palabra y acción) de mi profunda gratitud a todos por su amable atención, por sus testimonios de amistad, por su no acrítica complicidad. Y a Maite Villar, que es mucho más animosa y optimista que yo, y a nuestros hijos Miguel y Pablo y a las hijas políticas -¡políticas y de izquierdas!- María Jesús y Elsa y al pequeño nieto, también Miguel, que -ya se le nota a menos de dos años- va sin duda para filósofo aunque no sé todavía si del Derecho y del Estado. Mi agradecimiento, en definitiva, institucional y como feliz conclusión, a todos aquellos que, con el Rector y la Junta de Gobierno, han hecho posible mi recepción aquí hoy con el Grado de Doctor Honoris Causa por esta tan activa e ilustrada Universidad Carlos III de Madrid. Sin ellos, y sin tantos buenos amigos (y amigas), no hubiera sido posible, ni real, ni racional, este itinerario (siempre provisional) conformado aquí con estas mis viejas y nuevas reflexiones de filosofía jurídica y política.