Prof. D. Manuel Alonso Olea
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Discurso de investidura como Doctor Honoris Causa del Profesor Doctor Manuel Alonso Olea
Nombrado Doctor Honoris Causa en el acto de apertura del curso 93/94
Excmo. Sr. Rector Magnífico de la Universidad Carlos III, Sr. Decano de la Facultad de Derecho, Doctores, Señoras y Señores.
Como padrino o testigo he asistido a actos como éste de maestros y colegas de mi vida universitaria; y siempre me ha llenado de admiración cómo sabían encontrar las palabras justas para su protagonismo en el acto.
Que son las que en mi caso van a fallar, por mi incapacidad, más que por la brevedad del tiempo. La circunstancia es tan singular que hacen falta dotes, además de empeño, para llegar a su altura; salvo para su primer peldaño: que es el de agradecer al Claustro de la Universidad Carlos III que me acoja en su seno; y que lo haga.
En sus primeras singladuras, que quiera Dios que por años y siglos se prolonguen, abriendo rutasen la nueva era que está comenzando, en la nueva evolución profunda en los modos de vivir que están alumbrando; de vivir y de trabajar, o de dejar de hacerlo, en un mundo cuya reestructuración pasa por percatarse que el trabajo es un bien escaso, porque el ingenio humano ha aumentado a lo indecible sus rendimientos, tornándose imperiosa la necesidad de repartirlo, hasta que se alumbren, hasta que se inventen, nuevas necesidades, que a un nuevo nivel vuelvan a permitir, y seguramente bajo formas que hoy apenas se alumbran, lo que hoy llamamos empleo pleno.
Y que ocurra decía, además, mi acogimiento en compañía de tan ilustres colegas; lo que acrecienta el honor que a mí con él se confiere.
Por alguien se ha dicho, y con verdad, que a cierta edad todo se torna biografía, dependiente como lo es la biografía de la edad porque es ésta la que hace que los sucesos vayan llenando el tiempo y la que permite volver la vista hacia atrás y comprender la verdad del dicho aristotélico sobre lo que sería, sobre lo que no sería, más bien, el hombre fuera de su comunidad.
Y ésta siempre, imagino, se personifica para cada cual y en cada uno de sus ámbitos. Sin que la justicia que a unas personas hago nombrándolas signifique injusticia para las muchas que recuerdo y no nombro -aquí sí que el tiempo es insuficiente para lo que habría de ser una lista larguísima, casi interminable- siempre habría de citar, como lo hago, entre los maestros, a don Jaime Guaps que, en la medida en que lo soy, fue quien más hizo por hacer de mí un jurista; entre los colegas, don Gaspar Bayón, que hizo de mí un catedrático, y don Miguel Rodríguez Piñero, don Luis Enrique de la Villa, don Fernando Suárez, don Alfredo Montoya, don Juan Antonio Sagardoy, doña María Emilia Casas, mi madrina en este acto, don Germán Barreiro... y tantos otros que me proporcionaron y que me siguen proporcionando el orgullo de serlo; entre los alumnos, alumnos de entonces, muchos hoy maestros (tantos como siete catedráticos y ocho titulares), los treinta y siete doctores cuyas tesis he dirigido, desde las primeras en Sevilla y Salamanca allá por los años 1958-1959, hasta las últimas en Madrid el año pasado 1992, simbólicamente dos doctoras, que no doctores presentes hoy aquí, Yolanda Sánchez Urán y Ana de Miguel.
Simbólicamente porque representan uno de los fenómenos más importantes de nuestra era, la incorporación en masa de la mujer a la cultura y al trabajo externos, de lo que puedo dar testimonio como esposo de quien llena con su arte las galerías y las páginas de los periódicos de Madrid, y las de Miami y Fortaleza do Brasil, y como padre de cuatro hijas licenciadas universitarias las cuatro; y además de ello una bachiller en Teología; la otra doctora en Medicina y Cirugía (la nota de amarillo, en la audiencia); la tercera catedrático de griego, traductora al español de Epicteto; la última, como la primera, Letrada de la Seguridad Social, capaz de escribir, entre otras cosas, hasta cuarenta páginas sobre el «Poder de gasto del Estado y las subvenciones a la asistencia social».
Insisto sobre la estrechez forzada de la lista, que me obliga desde ya a recurrir a los colectivos: a mis compañeros de más de cuarenta años en el Consejo de Estado, de ya más de veinte en las Reales Academias, de más de doce en el glorioso Tribunal Central de Trabajo y en la Junta Electoral Central. A las Academias, al Central, y a la Junta, accedí desde, como, y por ser catedrático. El Consejo de Estado y la Universidad convivieron en mí armoniosamente y, con otros mejores que yo, fui beneficiario de la si hoy, y esperemos que por poco tiempo, legalmente por desdicha, imposible simbiosis.
Sobre todo al colectivo he de acudir al hablar de la Universidad, de sus estamentos docente y discente, en el seno de los cuales he vivido más de cuarenta años: si en todos los ámbitos que dejo citados hay más que las personas concretas, en grado superlativo ocurre esto en la Universidad. Es un algo indefinible que impregna su atmósfera, sus aulas y el trato de ellas, su ambiente y sus rostros, sus libros y sus cursos, la misma imagen exterior de sus edificios, y sobre todo sus alumnos.
Y como indefinible desisto de definirla y hasta de describir mis vivencias durante más de cincuenta años en ella; en la de Madrid en que estudié y comencé mi carrera docente y en las de Sevilla y Madrid en que quise enseñar a estudiar: en las de Bekeley y Columbia que me acogieron como graduado e investigador; en las de Göhingen, Lima, Buenos Aires, Méjico y Bogotá que de una u otra forma me honraron.
En las de Madrid sobre todo, hoy por tres multiplicadas, con ésta de Carlos III que nos ofrece con nuevos modos y maneras de enseñar el Derecho, mirando tanto a lo nuevo del nuevo milenio como al retoñar nuevo de su árbol perenne. Si, como dijo Ihering, «la regla jurídica. .. fue el primer intento de la mente para elevarse sobre lo sensualmente obvio», después desde la regla simple se salta al ordenamiento y del árbol a la fronda, con nuevas ramas de éste y nuevos sistemas de aquél. ¿Quién nos iba a decir que en las postrimerías del siglo XX habría de reverdecer el Derecho Común Europeo; o habría de surgir pujante, casi todopoderoso, un nuevo Derecho ambiental? Que son -y perdonadme de nuevo la personificación- en los que se están especializando mis dos hijos doctores y profesores titulares de Universidad ambos.
Concluyo ya.
Muy poco es lo que personalmente puedo aportar a la Carlos III; tan poco personal es que ni siquiera puedo utilizar mis propias palabras para expresarlo.
Y así diré con las de Fichte, que intentaré en ella, en la Carlos III, «trabajar con absoluta libertad, sin subordinar la razón teórica a nada que esté fuera de procurar el saber, y edificar éste aprendiendo, pensando e investigando cuanto me sea posible».
E intentaré además pasarlo bien y que lo pasen bien quienes trabajen conmigo. Sabiendo que, como enseña y hasta tres veces repite el Eclesiastés, «no hay cosa mejor para el hombre que gozar de su trabajo»; por eso, en la sentencia del texto sapiencial, no puede este goce sino ser un don de Dios; y así lo dice también hasta tres veces.
Y finalmente, por su benevolencia en soportar este parlamento, Sr. Rector, queridos colegas del Claustro en el que me aceptáis, Sres. Doctores, Señoras y Señores, muchas gracias.