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Prof. D. Mario G. Losano

Discurso de investidura como Doctor Honoris Causa del Prof. D. Mario G. Losano

Discurso de investidura como Doctor Honoris Causa del Prof. D. Mario G. Losano

28 de enero de 2010, Aula Magna (Campus de Getafe) 


0. Agradecimiento por la concesión del doctorado honoris causa 
1. La escasa interdisciplinariedad del derecho. 
2. La geografía en el derecho público. 
3. Espacio, espacio vital, “Gran Espacio”. 
4. Una ciencia olvidada: la geojurisprudencia. 
5. De lo material a lo inmaterial: el geo-derecho. 
6. En busca del espacio perdido. 
7. La dilatación del espacio: del espacio terrestre al espacio celeste. 
8. ¿Un retorno al derecho estatal para evitar nuevas catástrofes? 

0. Agradecimiento por la concesión del Doctorado Honoris Causa 

Señor Rector magnífico, autoridades académicas, señoras y señores, amigos y amigas, queridos colegas: 
Quiero agradecer al Señor Rector de la Universidad Carlos III de Madrid, Daniel Peña Sánchez de Rivera, a la Facultad de Ciencias Sociales y Jurídicas, al Departamento de Derecho Internacional Público, Derecho Eclesiástico y Filosofía del Derecho, así como al Instituto de Derechos Humanos Bartolomé de las Casas, por la generosidad que han tenido al honrarme con este doctorado honoris causa. También quiero agradecer al Rector Fundador y viejo amigo, Gregorio Peces-Barba Martínez, por su tan cariñosa laudatio. “Agradecer” es una palabra pobre para expresar mi gratitud: pero es que, como se dice en el Eclesiastés, “las palabras son cansadas: más no se les puede hacer decir”. 
Este doctorado honoris causa viene a ser la feliz coronación de mi docencia en la Universidad italiana, concluida hace pocos meses: lo vivo como un fraternal rito de paso, que transforma la línea de sombra que estoy atravesando en una línea de luz. Desde este luminoso umbral, puedo dirigir con serenidad la mirada hacia el pasado, al presente y al futuro. 


Desde el pasado me salen al encuentro dos figuras que ya no están entre nosotros, pero que para mí siempre estarán: mis inolvidables maestros Norberto Bobbio y Renato Treves, quienes –respectivamente en 1994 y 1991– me precedieron en el doctorado honoris causa por la Universidad Carlos III; una continuidad que me conmueve y me llena de emoción. A ambos, y en particular a Renato Treves, les debo también el encuentro cultural con España, con la que me ligaba un emotivo afecto desde la adolescencia. También a Bobbio y a Treves les debo el contacto directo con Elías Díaz y con Gregorio Peces-Barba durante los años sesenta: contacto dedicado a la filosofía del derecho y a la democracia, pero no sólo. En Milán, tiempo atrás, cenas en casa de Treves y paseos en busca de los enterrados canales de Leonardo; en Madrid, hoy, charlas en las terrazas del Paseo de la Castellana o música en el Teatro de la Zarzuela. 


Y así llegamos al presente. Gracias a Elías Díaz y a Gregorio Peces-Barba, mis viajes a España –cada vez más frecuentes– me han permitido vivir la consolidación de la democracia, la evolución del pensamiento jurídico y político y –¡aviso para Italia!– las dificultades de las Autonomías. He atravesado las puertas de la Universidad Carlos III desde su fundación, descubriendo –en el severo edificio de un cuartel convertido en Universidad– una facultad de Derecho abierta a la solidaridad social: el sueño de todo profesor piamontés, decía yo, bromeando sobre nuestro carácter un poco prusiano y un poco socialista al mismo tiempo. Aquí, desde hace años, enseño y aprendo, aprendo y enseño, viviendo al lado de amigos como Eusebio Fernández, Rafael de Asís, Javier Ansuátegui, Maricarmen Barranco y tantos otros. También aquí he tenido el honor de participar en algunos tribunales de tesis y de seguir la formación de las futuras generaciones de docentes. 


Y henos aquí en el futuro: en el futuro de la Universidad como institución. Un futuro que me parece perdido en la universidad italiana por lo menos para un par de generaciones, y que sin embargo reencuentro en la Carlos III cada vez que retorno de año en año. (Pero esto vale para toda España: permítanme recordar sobre la marcha a mi pequeña cuadrilla valenciana). Veo crecer la monumental Historia de los derechos fundamentales bajo la insignia de Bartolomé de las Casas, y me alegro de poder aportar un grano de arena a este edificio del saber. Siento que mis temas predilectos constituyen no sólo un punto de llegada para mí, sino también un punto de partida para los docentes más jóvenes. Los hay valiosísimos: Patricia, Roberto, Alberto, Luis, por recordar sólo a los más próximos en Madrid. Es un placer especial verles hoy aquí conmigo. Confucianamente, me encantaría poder ser su discípulo en mi próxima vida. Y, si no es pedir demasiado, me gustaría poder serlo aquí, en la Carlos III. 

***** 

Ahora, me gustaría invitarles a recorrer conmigo el trayecto que vincula al derecho con la geografía. Intentaré dar una respuesta al interrogante de cómo adaptar el derecho actual, nacido en los confines del Estado nacional decimonónico, a un mundo sin fronteras, tecnológico y globalizado. Las dictaduras europeas ya hablaban de geojurisprudencia; hoy se habla de geo-derecho y –para el futuro– se anuncian escenarios inquietantes, a saber: la sustitución del derecho rígido (pero producido por un Estado democrático) por un derecho maleable (un soft law, pero producido por las empresas –que, como todas las empresas, son autocráticas– y por las organizaciones multinacionales, que tampoco son mejores). Anticipo ya mi conclusión: considero necesario retornar a un derecho rígido, también para las empresas multinacionales; es decir, que soy partidario de un hard law estatal o supranacional (pero democrático), y no de un soft law sólo empresarial. 

1. La escasa interdisciplinariedad del derecho 

El derecho opera en el mundo físico, es decir, en eso que los geógrafos llaman “espacio”. Y, sin embargo, tiende a tomarlo en consideración lo menos posible. El derecho, sostienen los juristas, se ocupa sólo de las relaciones entre personas, como si las personas no viviesen con los pies en el suelo, o sea, en el “espacio”. 
De facto, el derecho no puede renunciar a ocuparse del espacio geográfico, tanto en el interior del Estado-nación, como en las relaciones entre los Estados o –hoy en día– en el espacio cósmico que todavía está por delimitar. Quizá el ejemplo más clásico de la amalgama entre derecho y espacio sea el Tratado de Tordesillas, que dividía el mundo –sólo en parte conocido por aquel entonces– entre España y Portugal. Curioso documento sobre las relaciones entre derecho y espacio: una persona que no era el propietario –el Papa– atribuía a dos Estados soberanos el derecho de propiedad sobre un bien indeterminado, esto es, sobre tierras que en parte eran conocidas y que en parte estaban por descubrir. El derecho, como bien se ve, no se preocupaba de la geografía. 


En el siglo XIX, se puede leer la formación de los Estados nacionales europeos como una verdadera epopeya geográfica; mejor dicho: geopolítica. Se discutía si Alemania debía convertirse en un Estado unitario según un modelo groß-deutsch (o sea, que comprendiera tanto a Prusia como a las monarquías danubianas de Austria y de Baviera) o klein-deutsch (o sea, sin Austria y bajo la guía de Prusia). En esta discusión se hablaba de religión, de tradiciones, de economía, pero no de geografía. 


En Italia, el proceso de unificación de la península exigía la solución de problemas territoriales e institucionales: ¿monarquía o república? ¿Estado centralizado o federación? Las montañas y el Mediterráneo parecen definir mejor las fronteras de Italia que las de los siete Estados decimonónicos. No en vano, el historiador inglés Dennis Mack Smith abre su libro sobre Italia con esta constatación: “así pues, es con la geografía como debe comenzar la historia italiana. […] Las montañas no pueden apartarse, ni siquiera con la fe”. 
Pero dejemos estos ejemplos por ahora, para ver de qué forma se halla en crisis el tradicional vínculo entre derecho y espacio, como consecuencia de dos fenómenos que están poniendo en aprietos al Estado nacional: la multiplicación de las estructuras supranacionales y la globalización económica.


2. La geografía en el derecho público 

Ante todo, vamos a delimitar las nociones que usan los juristas, recurriendo a las clásicas enciclopedias jurídicas. Al inicio del siglo XX, se dedica una entrada a la Soberanía y otra al Territorio del Estado; sin embargo, no se habla de “Espacio”. Después de 1950, se dedican entradas al Territorio del Estado y a la Soberanía; sólo la afirmación de la aeronáutica obliga a incorporar la entrada Sobrevuelo del territorio; finalmente, con la competición aeroespacial termina surgiendo la entrada Espacio aéreo y espacio extraterrestre. Otra enciclopedia habla de Territorio del Estado, de Territorialidad y de Espacio aéreo. Para encontrar alguna entrada geográfica, es preciso abandonar las enciclopedias jurídicas y pasar a las políticas; en el Staatslexikon se encuentran tanto Geographie como Geopolitik: concepto, este último, sobre el que volveré más adelante, pues está cargado de historia y de peligros. 


Examinemos ahora la relación clásica entre derecho y geografía, limitándonos tan sólo al derecho público. El derecho administrativo, en el interior del Estado, determina sus fronteras internas entre regiones y provincias. Pero los políticos y los juristas no han sentido casi nunca la necesidad de escuchar el parecer de los geógrafos. 
En el derecho constitucional, la noción de territorio es esencial para definir un Estado, tanto en sí como respecto a los otros Estados: jurídicamente, no es concebible un Estado sin territorio (como no lo sería sin población o sin soberanía; aunque veremos que hoy esta construcción jurídica presenta algunas grietas). Además, la delimitación recíproca de los territorios estatales da origen a las fronteras, uno de los conceptos fundamentales de la geopolítica clásica. 


En el derecho internacional, estos confines o fronteras nacionales son objeto de tratados y de renegociaciones, sobre todo como consecuencia de una guerra. Las fronteras pueden ser modificadas por conquista (el Tratado de Versalles, en 1919, modificaba las fronteras de casi toda la Europa centro-oriental) o por adquisición. Por ejemplo, los Estados Unidos adquirieron Alaska de los rusos el 30 de marzo de 1867 por 7,2 millones de dólares. 


Así, los Estados Unidos consiguieron la exclusión de Rusia del continente americano; reforzaron la Doctrina Monroe (“América para los americanos”); y además, con la prolongación de su propia soberanía hasta las islas Aleutianas, sentaron las bases para su cuasi-supremacía marítima en el Pacífico septentrional. Cuasi-supremacía que, de un tiempo a esta parte, se ha convertido en supremacía en todo el Pacífico: y el Pacífico, desde hace una década, ha sustituido al Atlántico como área estratégico-económica. 
Antes de dejar estas consideraciones generales sobre las relaciones entre derecho y espacio geográfico, es necesaria una advertencia contra nuestro casi inevitable eurocentrismo. 


La concepción europea del espacio jurídico está vinculada con las fronteras nacionales, que vienen a circunscribir la soberanía del Estado. Desde esta visión de la soberanía del Estado, se derivan dos consecuencias. 


La primera consecuencia atañe al hecho de que la soberanía del Estado nacional ha sido percibida como la principal fuente de las guerras. Sin embargo, después de las dos guerras mundiales en Europa, los Grandes Imperios se han fragmentado en pequeños Estados: esto ha aumentado la extensión de las fronteras y, por lo tanto, las causas de conflicto. Se ha visto tras el hundimiento de los Grandes Imperios en 1919, con la fragmentación del Imperio Austro-Húngaro y del Imperio Otomano; se ha visto de nuevo tras el hundimiento del Último Imperio, es decir, de aquel Estado supranacional que fue la Unión Soviética, con la proliferación de Estados menores en el área ex-soviética y, sobre todo, en los Balcanes. El federalismo teórico, el Estado mundial, la civitas maxima –y en concreto, la tentativa de federación europea que ya va por los cincuenta años– se presentan como remedios a la peligrosidad de las fronteras nacionales. 


La segunda consecuencia tiene que ver con el hecho de que, en nuestra visión occidental, las personas que se encuentran dentro de un cierto Estado están sujetas al derecho interno de ese Estado. En otras palabras, el derecho del Estado se aplica a quien se encuentra en el territorio de ese Estado. Esta coincidencia entre espacio geográfico y espacio jurídico parece obvia para nosotros europeos; pero no ha de ser necesariamente así. 


La concepción islámica del espacio jurídico está vinculada con la fe de la persona, independientemente de su pertenencia a un Estado nacional o de su presencia en el territorio de éste. Todo creyente islámico está sujeto al derecho islámico, dondequiera que se encuentre desde el punto de vista geográfico; además, al encontrarse geográficamente en un Estado concreto, también estará sujeto al derecho de ese Estado. Este pluralismo jurídico genera situaciones jurídico-geográficas incompatibles con nuestra visión occidental, pero normales en un contexto islámico. 


Basta con recordar el ejemplo de la condena a muerte de Salman Rushdie por sus Versos satánicos. Un Ayatollah iraní decreta una fatwa que condena a muerte a un indio, ciudadano inglés, que vive en Gran Bretaña, donde ha cometido el delito/pecado de escribir un libro blasfemo. Esta condena choca contra todos nuestros principios jurídicos occidentales (basados en la concepción territorial del derecho), pero es, en cambio, una consecuencia directa de la concepción jurídica islámica (basada en la concepción de la sujeción personal al derecho). Rushdie, como islámico, está sujeto al derecho islámico con independencia del lugar en el que se encuentre: para Occidente es una situación aberrante, porque conduce al conflicto entre dos ordenamientos; para el Islam es normal, porque el derecho islámico es de origen divino y, por consiguiente, superior a cualquier ordenamiento humano. 


Las dos concepciones jurídicas –la occidental y la islámica, la territorial y la personal– son inconciliables. Los malentendidos nacen del hecho de que los europeos piensan el Estado, la soberanía y las fronteras de acuerdo con su modelo, mientras que los islámicos lo hacen de acuerdo con el suyo. 


Ahora bien, antes de rechazar la concepción islámica del derecho, es necesario recordar que también en Occidente nos estamos separando de una concepción rigurosamente territorial del derecho. Basta pensar en la presencia de normas, cada vez más frecuentes, que atribuyen jurisdicción universal a un Estado en particular. Un fiscal belga, por ejemplo, puede abrir un procedimiento contra una persona que haya violado los derechos humanos en Asia o Sudamérica. El problema, después, es la aplicación de esta norma concreta: se tiene que volver al principio de la presencia del acusado en el espacio geográfico del Estado que ha promovido el cargo de acusación. 


Esto no significa que los derechos occidentales se estén islamizando; significa tan sólo que los derechos occidentales se están alejando del principio de la rígida territorialidad en la aplicación del derecho. Y es precisamente a este tema al que quiero retornar después del excurso islámico. 

3. Espacio, espacio vital, “Gran Espacio”. 

El espacio geográfico es un elemento esencial para determinar el concepto de Estado. Sin embargo, mientras que el espacio geográfico es estable –salvo por los grandes movimientos geológicos– el espacio estatal, o sea su frontera, está en continuo movimiento, ya en virtud de acuerdos pacíficos, ya por causa de enfrentamientos bélicos con otros Estados. Además, aunque las fronteras físicas del Estado permanezcan invariables, también es posible que cambie lo que el Estado puede hacer en el interior de sus fronteras: con la introducción del Euro, por ejemplo, los Estados de la Unión Europea ya no pueden ejercitar su propia política monetaria dentro de los confines nacionales; o bien, con los tratados de derecho penal universal, el Estado nacional extiende su jurisdicción a todo el mundo. 


Parémonos ahora en la mutación de las fronteras nacionales. Se puede levantar acta de las fronteras tal y como son ahora: la geografía política describe así, por ejemplo, las fronteras estatales de Europa. Pero un político puede desear la expansión territorial del propio Estado: su proyecto se presentará entonces como una política de la geografía, como una geopolítica, es decir, como una propuesta de modificación de fronteras a través de pactos políticos o, eventualmente, con una prolongación de la política por otras vías: con la guerra. La geografía política es estática; la geopolítica es dinámica. La geografía política describe las fronteras tal y como son; la geopolítica describe las fronteras tal y como deberían ser. 


Puede suceder que una élite política, por las más variadas razones, no esté satisfecha con sus propias fronteras nacionales. Se afanará entonces para modificarlas de forma pacífica o violenta. Esta presión para modificar las fronteras (en ventaja propia) a menudo busca avalarse a sí misma mediante argumentos que se presentan como científicos: y la ciencia a la que se apela es la geografía. Por ello, el geógrafo francés Yves Lacoste tituló uno de sus libros La geografía, un arma para la guerra. Para cambiar la geografía política de un continente se recurre así a un uso político de la geografía, a una política de la geografía, a una geopolítica (cuyo fin último es una modificación también jurídica de las fronteras). 


Entre finales del siglo XIX y principios del XX, esta política de la geografía fue organizada como ciencia: la Geopolítica. En ella, a la concepción del espacio estatal se le añadió un peligroso concepto: el espacio se transformó en vital. Los avatares de las dictaduras europeas han demostrado que el uso político de la teoría del espacio vital tiene consecuencias mortales. 


Inicialmente, la noción de espacio vital era científica y tenía su origen en la fitogeografía y la zoogeografía. De hecho, explican los geógrafos y los biólogos, todo ser vivo –planta, animal o ser humano– tiene necesidad de un mínimo de espacio que le permita sobrevivir. Los problemas empiezan, sin embargo, cuando el “espacio vital” se alía con la concepción darwinista de la “lucha por la vida”: el ser que se encuentra en un espacio no vital debe agenciarse el espacio vital aunque sea con la lucha, es decir, con la violencia. Carl Schmitt ha teorizado ejemplarmente esta concepción agresiva del espacio. Si después –como sucedió en la Alemania nacionalsocialista– al espacio entendido en sentido darwinista se le añade la concepción de que esta lucha por la vida se lleva a cabo en nombre de la afirmación de una raza superior, se llega a las aberraciones que han caracterizado las guerras de conquista en torno a la mitad del siglo XX. 


Después de la Primera Guerra Mundial, la concepción originaria del “espacio vital” fue recibida por una Alemania desangrada a causa de las reparaciones bélicas, expoliada de sus territorios minerales y privada de sus colonias. Las mutilaciones provocadas por el Tratado de Versalles le habían arrebatado el “espacio vital” necesario para una gran potencia. Y así, la ciencia del “espacio vital” se transformó en una geopolítica al servicio de una política de expansión. 


No obstante, el drama tuvo lugar con la llegada del nacionalsocialismo al poder, que decidió reconquistar mediante la guerra el “espacio vital” que le faltaba a su pueblo. Aquí entró en juego el elemento racial, desconocido para la geopolítica clásica: aquel pueblo en busca de su espacio vital no era un pueblo cualquiera: era un Herrenvolk, una raza superior. 
El siguiente paso consistió en organizar el “espacio vital” conquistado a base de “Grandes Espacios”, casi pioneros (sólo que antidemocráticos) de las formaciones supraestatales contemporáneas. El gran espacio alemán comprendía también a toda la URSS; el japonés se extendía hasta Singapur; el italiano se enderezaba hacia África. Es inútil hablar de ello ahora: el epílogo de la teoría de los Grandes Espacios ya ha sido escrito por la historia.


4. Una ciencia olvidada: la geojurisprudencia. 

El éxito de la geopolítica en el ambiente político, militar y académico en el que se movía Karl Haushofer indujo al joven jurista Manfred Langshans-Ratzeburg, en 1928, a elaborar una “geojurisprudencia”. A saber: una ciencia que, para el derecho, quería representar un papel análogo al que cumplía la geopolítica para la geografía.


Su manual de “geojurisprudencia” se publicó en los cuadernos monográficos que acompañaban a la revista “Geopolitik” de Haushofer. En él se constataba que ya había llegado el momento de pensar en una colaboración entre la geografía y el derecho. La “geojurisprudencia” que nace de esta fusión interdisciplinaria es definida como “la rama de la ciencia jurídica que intenta explicar o ilustrar los resultados de la investigación jurídica a través de un tratamiento geográfico y cartográfico” (p. 9). La cartografía, desde su punto de vista, se prestaba especialmente para ilustrar “el ámbito de validez espacial de los fenómenos jurídicos” (p. 10). 


Para Langhans, la geojurisprudencia es una disciplina auxiliar del derecho y, como tal, forma parte del derecho, ya que es este último quien ha de determinar sus objetivos. Si el punto de partida de la geojurisprudencia es el derecho, entonces es posible identificar algunas sub-secciones de ésta en función de las clásicas subdivisiones del derecho. 
En particular, el “derecho público geográfico” se remite directamente a la geopolítica y a sus autores: aquí se cita ante todo a los padres de la geopolítica, Ratzel y Kjellén, junto con los iuspublicistas que habían demostrado mayor apertura hacia los temas geográficos. Ya Ratzel consideraba que “para muchos iuspublicistas, al igual que para muchos historiadores, el Estado está suspendido en el aire”; para él, sin embargo, el Estado estaba vinculado al suelo, y esta concepción, continuada por Haushofer, suscitó críticas y promovió nuevas investigaciones. 


Entre las críticas, se cuentan las de la escuela francesa y las de la “pequeña minoría guiada por Hans Kelsen”, que considera el territorio como elemento físico irrelevante desde el punto de vista jurídico; sin embargo, “la concepción del Estado que se halla en la base de nuestras aserciones –precisa Langhans-Ratzeburg– se sitúa en el extremo opuesto respecto a la de la escuela de Kelsen” (p. 26). 


En otros términos, más que al formalismo jurídico, la geojurisprudencia prefería apelar al jurista que sostenía que “precisamente en nuestra época, los problemas de la geografía política y de la geopolítica son de gran importancia para la doctrina del Estado”: así lo sostenía Otto Koellreutter, destinado a convertirse en uno de los juristas nacionalsocialistas más radicales. Así pues, también la geojurisprudencia tiene relación con los juristas: ¡y qué juristas! Los “juristas terribles” de Ingo Müller. 
La geojurisprudencia tuvo una fortuna limitada en los años de las dictaduras europeas. Fue criticada también por los juristas contemporáneos. Al final, terminó siendo olvidada por completo: y supongo que la evocación que hoy vuelvo a hacer aquí quizá sea la primera desde el final de la segunda guerra mundial. 

5. De lo material a lo inmaterial: el geo-derecho. 

La progresiva afirmación de la globalización está poniendo en tela de juicio, entre los juristas, la concepción tradicional del espacio. Ya se ha visto que el espacio ha sido considerado como el soporte físico del ordenamiento jurídico: de hecho, el límite espacial del Estado (la frontera) señalaba también el límite de la eficacia de su ordenamiento jurídico. ¿Hasta qué punto puede adaptarse esta doctrina jurídica tradicional al mundo contemporáneo, en el que los límites espaciales ya no están tan rígidamente circunscritos? 
Una respuesta a este interrogante sobre la relación entre derecho y espacio fue propuesta en 2001 en un ensayo de Natalino Irti, que aquí no es posible analizar: en él se examinaban las relaciones entre derecho, economía y política, afrontando en este contexto también el problema de los derechos humanos. 


La noción de “geo-derecho” no se define de forma explícita, pero se puede recabar del contexto, que delinea las relaciones entre el espacio y el derecho. El prefijo “geo” indica el espacio en el que se extiende la actividad estatal o económica (pero no el ambiente), mientras que el “derecho” –en singular– se entiende en su totalidad, es decir, como ordenamiento jurídico. La diferencia del geo-derecho de Irti respecto a la geojurisprudencia de Langhans es radical: esta última se presenta como una ciencia auxiliar de un derecho positivo en particular o de grupos de derechos positivos, mientras que el “geo-derecho” de Irti se presenta como una teoría general del derecho (entendido este último como ordenamiento jurídico comprensivo). 


De los “grandes espacios” de Schmitt se pasa así a los “nuevos espacios” determinados por la globalización (y por tanto por la “desterritorialización”) de la economía. 
Los dos autores examinados hasta ahora han ilustrado las relaciones entre espacio y derecho desde sus puntos de vista específicos: la geojurisprudencia de Langhans está vinculada con los conceptos nacionalsocialistas de espacio vital y de Grandes Espacios; el geo-derecho de Natalino Irti está vinculado con los conceptos neoliberales de la globalización, sobre todo la económica. 


Ahora tenemos que pasar de estos dos autores ejemplares a consideraciones más generales. Deberán restringirse a algunos apuntes, porque el debate sobre el derecho, el espacio y la globalización ya es capaz de llenar toda una biblioteca. 

6. En busca del espacio perdido. 

En la segunda mitad del siglo XX, la geopolítica y la geojurisprudencia, como su rama menor, fueron excluidas del debate científico por dos razones. Por un lado, la geopolítica se veía como la justificación ideológica de las guerras de agresión nazis y fascistas y era percibida, por lo tanto, como una disciplina ideológicamente comprometida. Por otro lado, con el fin de la Segunda Guerra Mundial, las fronteras territoriales (mejor dicho, “geopolíticas” en su sentido neutral original) habían sido sustituidas por las fronteras ideológicas entre liberalismo y comunismo. 


Hoy, el redescubrimiento del espacio geográfico está conectado con el fin de aquel mundo bipolar y con la globalización económica: además, dado que el derecho está influido por la economía, y que a su vez plasma a la economía, el espacio vuelve al primer plano en el debate jurídico, y lo hace en términos nuevos. 


Dicho brevemente: el final de la dicotomía ideológica entre liberalismo y comunismo, propio de la Guerra Fría, y el inicio de la globalización económica, propia del neo-liberalismo, han llevado a los juristas a constatar que el espacio del derecho de hoy ya no es el espacio del derecho de hace un siglo. 


Los mapas geojurídicos han vuelto a utilizarse. En 1992 vio la luz un Atlante de derecho privado comparado editado por Francesco Galgano. Se van multiplicando los atlantes históricos que ofrecen también muchos mapas geohistóricos: y no olvidemos que Jaime Vicens Vives había llegado a rebautizar como “geohistoria” a aquella “geopolítica” que había venido practicando hasta 1950. Desde los años noventa se multiplican los estudios con el prefijo “geo-” en ámbitos hasta entonces inusuales: los filósofos Massimo Cacciari y Gilles Deleuze afrontan la “geofilosofía”. Se bosqueja no sólo una geofilosofía del derecho, sino también una geofilosofía del mar y una del paisaje. En 2009, la revista “Limes” ha inaugurado, de hecho, una geoteología o una teopolítica, al publicar un número dedicado al Vaticano como potencia mundial. 


Sin embargo, entre los estudiosos, son sobre todo los juristas quienes parecen andar en busca del espacio perdido, porque la globalización ha hecho saltar las fronteras nacionales, que para los juristas constituían un límite, pero a la vez una certeza. En los nuevos libros circulan formulaciones aterradoras para un jurista tradicional. El derecho se presenta ahora como un derecho global, pero sin Estado: “Derecho global sin Estado” es como se titula un libro de Teubner. El gran volumen alemán Espacio y Derecho redefine la noción de espacio en casi todos los sectores jurídicos. Otros autores hablan de “derecho sin fronteras”, de “espacio jurídico global”, de “retirada del Estado”, y así sucesivamente hasta el “leges praeter legem”, formulación que lleva a la desesperación a todo iuspositivista ortodoxo. 


La lista de los juristas en busca del espacio perdido aumenta día a día. Se puede intentar trazar una historia de esta búsqueda –desde los temas teóricos más generales hasta los jurídicos más específicos– partiendo de la diferencia entre el liberalismo de Hayek y el neo-liberalismo de la Escuela de Chicago, para profundizar después en la relación entre democracia y derecho en la postmodernidad, tal y como aparece en la polémica jurídico-política entre los herederos de la Escuela de Frankfurt, Franz von Neumann y Jürgen Habermas. Finalmente, en un ámbito más estrictamente jurídico, se acumulan los escritos en los que los especialistas de sectores concretos del derecho positivo se preguntan sobre las nuevas reglas que ha introducido la mundialización en cada sector jurídico. 


Entre las innumerables contribuciones recientes, recuerdo solamente que, en 2004, en el congreso de la IVR (Asociación Internacional de Filosofía del Derecho) en Granada, no pocos juristas volvieron sobre el tema; tanto fue así, que sus contribuciones fueron recopiladas después en un único volumen. Y cada uno de los textos citados reenviaba a una bibliografía tan copiosa como pertinente. 


Frente a esta imponente masa bibliográfica, me limitaré a indicar los temas que, hoy por hoy, me parecen más cruciales.


7. La dilatación del espacio: del espacio terrestre al espacio celeste. 

El espacio estatal –el antiguo “territorio del Estado”– está hoy superado. No sólo por las reglas de origen no estatal (el así llamado soft law, entendido en sentido lato), sino también por las exigencias geopolíticas de naturaleza energética o militar. 


La geopolítica del petróleo esta rediseñando nuevas alianzas y nuevos conflictos territoriales: en éstos, los discursos del poder ideológico o político se entrecruzan con las presiones y las reglas de las compañías petrolíferas. La previsible insuficiencia de alimentos está llevando a China a acaparar tierras en África. La crisis del agua conduce a tensiones entre Estados nacionales cuando uno de éstos construye diques sobre ríos, bloqueando así el agua para otros Estados; pero al mismo tiempo los lobbies y el soft law de las multinacionales de las bebidas están empujando hacia una privatización del agua: un bien de mercado seguro e inagotable. Todas estas presiones apuntan hacia una restricción cada vez mayor del ámbito del derecho de origen estatal: y aquí considero “derecho” también al que es producido por órganos supraestatales, pero democráticos, es decir, nacidos de elecciones democráticas. 


Las relaciones entre derecho nacional y reglas supraestatales se están haciendo cada vez más fluidas o asimétricas: considérese así, por ejemplo, la partición de la Antártida y el uso del espacio extraterrestre. La Antártida está subdividida, de facto, en esferas de influencia de varios Estados, mientras que desde 1959 el Tratado de la Antártida la declaró patrimonio de la humanidad y, por lo tanto, sustraída a las soberanías nacionales; siete de éstas, sin embargo, mantienen pretensiones territoriales sobre alguna de sus porciones. El espacio extraterrestre es desde hace tiempo objeto de una “astropolítica” y de una reglamentación jurídica, porque ya se ha convertido en un área de explotación económica y de interés militar. 


En definitiva, la política de cada Estado ya se encuentra proyectada más allá de las propias fronteras nacionales, al menos en la misma medida en que se desempeña en el interior de éstas. Se abre así el dilema de si estas actividades fuera del espacio estatal deben abandonarse a las reglas de las entidades supraestatales (empresas multinacionales, organismos varios), o si también la política del Estado más allá del propio territorio debe fundarse en normas jurídicas tradicionales –por ejemplo, de derecho internacional público– para no generar tensiones y no degenerar en conflictos militares.


8. ¿Un retorno al derecho estatal para evitar nuevas catástrofes? 

La concepción dominante entre los juristas reconoce como “derecho” positivo solamente a las normas que son producidas por el órgano estatal delegado para ello, o como mucho a las reglas externas a este ordenamiento, a las que éste se haya remitido de forma explícita: por ejemplo, los usos comerciales. Más allá de este ámbito, no se habla de derecho (en sentido técnico), sino de reglas, costumbres, estatutos internos de empresas o de organizaciones internacionales o no gubernamentales, etc. Sin embargo, para el jurista, sólo el derecho positivo puede definirse como derecho: para él, la piedra de toque –el “shiboleth”– es la “justiciabilidad” de una norma, es decir, el hecho de que el ciudadano pueda pretender que un tribunal le reconozca un derecho fundado en dicha norma. 


El derecho estatal tradicional (estructurado jerárquicamente desde la constitución hasta la sentencia) se presenta como insuficiente. De hecho, como constataba Teubner en 1997, “la globalización rompe este marco”, porque la economía globalizada “está presionando hacia un derecho global que no tenga legislación”, es decir, que impone abandonar el modelo jerárquico (la pirámide normativa kelseniana) por una norma “heterárquica”, o sea, nacida en la sociedad, “en la periferia del sistema jurídico”, en un proceso de “producción de reglas por gobiernos privados”: frase decididamente alarmante no sólo para los juristas, sino también para los demócratas. 


En línea con esta concepción, la lex mercatoria infringe “el insoportable monopolio del Estado en la creación del derecho”; toda empresa supranacional produce reglas que son internas para la empresa, pero que trascienden las fronteras nacionales y, por consiguiente, “cada empresa constituye un ordenamiento jurídico”: “El Estado aparece, en efecto, como una institución subsidiaria; lo primero que surge en el ordenamiento jurídico positivo del Estado liberal son los derechos de propiedad y la libertad contractual”. Así las cosas, es el que tiene la propiedad quien establece el así llamado “derecho” extra-estatal. Sería necesario, en definitiva, aceptar un sistema pluralista de normas, uno de cuyos subsistemas sería el derecho positivo estatal. Uno de ellos, lo repito: y ni siquiera el más importante. 


Análisis análogos tienen por objeto los procesos que, por su propia naturaleza, no toman en consideración las fronteras nacionales: el control del clima, la difusión de las telecomunicaciones, los peligros de la energía atómica, la gestión de internet, los casos de insolvencia internacional, las nuevas relaciones de trabajo en el mundo globalizado, la globalización de los derechos humanos, etc. Y aquí conviene detenerse para echar las cuentas, considerando el mundo en que vivimos y viviremos en los próximos años, y no el mundo de un futuro lejano. 


Para resumir de forma muy sintética. En las últimas décadas hemos asistido a una euforia de fusiones entre empresas, porque las grandes dimensiones se habían considerado más adecuadas para el mercado globalizado: en el mercado mundial tenía que operar una empresa también mundial, es decir, multinacional. 


Las empresas globales han alcanzado así dimensiones que el Estado nacional individual ya no es capaz de controlar, también porque su legislación se detiene en la frontera nacional. Esta frontera, sin embargo, no existe para la empresa multinacional. La empresa multinacional se mueve así en un espacio jurídicamente enrarecido, y se basta a sí misma para otorgar reglas de comportamiento, no sólo para ella misma, sino también para los otros. Y aquí es donde surgen las dudas: ¿quién determina el contenido de estas reglas? Si hay un procedimiento para producirlas, ¿quién garantiza que sea seguido correctamente? ¿Quién determina qué instancia es competente para juzgar los eventuales conflictos? Y después, el interrogante de si todo esto es democrático o no, ni siquiera se formula: la empresa es, por su propia naturaleza, autocrática. 


Este gigantismo, sin embargo, es un déjà vu histórico, con todas las cautelas que exigen las comparaciones entre épocas diversas. Los grandes monopolios de la Italia fascista, los Konzerne de la Alemania nacionalsocialista y los Zaibatsu del Japón militarista proporcionaron la infraestructura para la gestión industrial de los “Grandes Espacios” imperiales, de los que ya hemos hablado. Aquellos “Grandes Espacios” fueron el sostén económico y bélico de las dictaduras, hasta el punto de que una de las primeras medidas de los aliados victoriosos consistió en desmembrarlos en unidades menores, que así resultaban controlables para el Estado nacional. 


Hoy, se nos dice, la situación es distinta. Los Estados no son dictatoriales, sino democráticos. Las multinacionales se otorgan a sí mismas códigos éticos de conducta. Las palabras son hermosas, pero los hechos no lo son tanto. Las empresas multinacionales influyen sobre los Estados nacionales a través del tejemaneje de los lobbies y de la financiación de los partidos (o directamente de los políticos). Por eso, también en la administración pública, se habla cada vez menos de gobierno (uno de los tres poderes del Estado), y cada vez más de gobernanza (entidad menos estructurada que un ectoplasma). En cuanto a los códigos éticos de conducta, la empresa que los produce no es sólo la que los aplica, sino que también es quien juzga de su correcta aplicación. Puesto que la empresa multinacional no conoce la división de poderes propia del Estado nacional, estos códigos éticos pueden definirse con razón –es el título de un ensayo– como una “hoja de parra”.


Entre los bastidores del movimiento de la “desregulación” –o sea, la disolución de los vínculos del Estado que obstaculizan el libre desarrollo de la economía– están las teorías económicas del neoliberalismo (al igual que tras las dictaduras europeas se encontraba la doctrina económica del corporativismo); no de otra manera, las teorías neoliberales fueron traducidas en medidas políticas por George Bush Senior y por Margaret Thatcher (pero aquí me detengo con los paralelismos, porque no sólo serían poco generosos, sino también falsos). No obstante, no pueden olvidarse las nuevas ideologías que alimentan los hechos económicos y jurídicos actuales. 


Todavía hoy, la economía sigue viviendo bajo el lema de “menos Estado y más mercado”. La progresiva disminución de los controles públicos sobre la economía privada ha conducido probablemente a la mayor crisis económica del siglo XX: esperemos a los datos definitivos para saber si la presente es mayor que la de 1929. 
Así las cosas, el tan vituperado Estado ha sido invitado a intervenir con sumas gigantescas para colmar las pérdidas producidas por el mítico mercado. ¿Dónde estaba la “mano invisible” que debería haberlo regulado? En realidad, aquella mano es invisible porque sencillamente no existe. 


Así, después de haber asistido a una gigantesca transferencia de riqueza desde las rentas bajas a las altas (hasta los años ochenta-noventa) resulta que hoy estas mismas rentas bajas están llamadas a colmar con sus impuestos las deudas debidas a la torpeza y a la avidez de las grandes multinacionales. Estas últimas, ahora, se guardan bien de pedir “menos Estado y más mercado”; en cambio, el castigo más apropiado, aunque crudelísimo, sería precisamente la aplicación del capitalismo a los propios capitalistas: la quiebra. 


Pero enseguida aparece el chantaje: el desempleo producido por la quiebra de una gran multinacional provocaría, para el Estado nacional, un problema no sólo económico, sino sobre todo social. Y los desempleados votan. Así, las clases de renta baja –que ya se empobrecieron en las décadas pasadas y que ahora pagan las deudas de las multinacionales con la reducción de los servicios sociales y con sus impuestos y los de sus hijos– sirven también como coartada para una nueva y gigantesca privatización del dinero público. 


Y al final, este costoso salvamento público no nos garantiza nada contra la repetición de un desastre análogo: más bien, a juzgar por lo que sucede en el mundo financiero, parece que todo vaya a volver a ser como antes del derrumbe, y así a la espera del próximo. El problema es, por consiguiente, cómo salir de una estructura globalizada que está dando una pésima imagen de sí misma, pero que pretende dictar por sí misma las reglas para auto-gestionarse: el tan elogiado soft law. 


Un primer dato de facto del que partir es que ya no se puede volver atrás: la globalización es un hecho irreversible. Irreversible pero domeñable: lo que ocurre es que hasta ahora se ha hecho poco o nada para dominarlo, porque la política estaba y está condicionada por demasiados intereses asociados con la economía globalizada. Si la crisis no parece haber galvanizado a los políticos, es esperable que sean los ciudadanos quienes los galvanizarán con su voto. Quizá la política debería reducir las dimensiones de las empresas multinacionales que ya operan en régimen de oligopolio o de monopolio, justo como sucedió con los Konzerne y los Zaibatsu al final de la Segunda Guerra Mundial. Pero sobre todo es necesario introducir controles eficaces a escala nacional y supranacional. 


Estos controles deberán ser democráticos, es decir, que deberán pasar a través de una legislación aprobada por parlamentarios nacionales o supranacionales, pero en todo caso electos. El derecho “piramidal” o jerárquico volvería a ejercitar su función reguladora, controlado y equilibrado mediante la división de poderes. Ya que la globalización es un hecho irreversible, sería ilusorio intentar eliminar el arsenal de reglas, disposiciones y autorregulaciones que caen bajo la rúbrica de soft law: pero el Estado individual o una organización supraestatal deberán disponer de instrumentos para controlarlos. Y la historia demuestra que esto es posible. 


Si se quiere el control de la globalización, en el ámbito del derecho deberá repetirse lo que sucedió hace siglos en el derecho mercantil. La corporación medieval europea regulaba los usos comerciales y juzgaba las controversias que surgían entre mercaderes. De aquella práctica nació un derecho mercantil que terminó cristalizando en códigos de comercio, absorbidos después por los códigos civiles. Incluso el rígido derecho islámico se plegó a las exigencias del comercio: aceptó la “comenda”, un negocio que en rigor implicaba un riesgo prohibido por el Corán, u otros negocios dudosos desde el punto de vista teológico. Sin embargo, no los aceptó de manera informal: fue preciso que los expertos en derecho religioso –los “ulemas”– declararan legítimo un negocio “porque ha sido usado de manera continuada en los negocios” y “porque la gente tiene necesidad de él”. ¿Por qué no podría la actual lex mercatoria del mundo global, que se remite al pasado hasta en su nombre latino, recorrer el mismo camino y acogerse gradualmente en un hard law? 
Si no se encuentra una vía para controlar la globalización –la que se ha mencionado antes es sólo una de las posibilidades– corremos el riesgo de recaer en una nueva crisis globalizada. Es inútil pedir previsiones a los “expertos”: hay que aceptar el hecho de que también la imprevisibilidad forma parte del destino humano. 


El verdadero riesgo es que en el mundo se están acumulando problemas que no son sólo económicos: la crisis del medioambiente provocará inestabilidad social; la proliferación atómica gestionada por gobiernos no fiables creará problemas de seguridad internacional; la exportación de modelos políticos (tanto democráticos como teocráticos) generará conflictos militares; las crisis alimentarias causarán migraciones y reacciones violentas. Si más de una de estas crisis potenciales tiene lugar en concomitancia con un nuevo derrumbe económico, el colapso será universal, tan universal como el mundo que nos hemos creado. 


Hasta ahora la sociedad mundial ha sobrevivido bastante bien a colapsos sectoriales: pero algunos de ellos han llevado a la desaparición de civilizaciones enteras. Si no queremos que toda la Tierra termine como la civilización de los mayas, de los vikingos o de otras culturas desaparecidas, como describe Jared Diamond, es necesario controlar la globalización. Y una parte de la solución puede consistir en el retorno a formas de derecho rígido, de law sí, pero de soft nada.


Sin un control global, también el derrumbe será global. Tan global que –si es que llega– ni siquiera tendré la satisfacción de poder decir: “¡os lo había dicho!”.