D. Jose Luis Cuerda
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Discurso del Sr. D. José Luis Cuerda
Rector Magnífico, autoridades, amigos permitidme que dude yo, para empezar, de que el “Creator Spiritus” visitara a su hora la mente de quienes acordaron honrarme con esta medalla. O aquellas mentes no eran “de los suyos” y él les gastó una broma; o, una vez más, se equivocó al repartir sus dones. Yo objetivamente no merezco este honor. He sido siempre un mal alumno. No digo un mal estudiante; pero sí, un mal alumno. Recuerdo sólo de mi paso por las aulas los hechos más chuscos y los más lesivos para los que en aquel entonces enseñaban. Qué le vamos a hacer.
En Albacete, D. Alonso, un maestro represaliado que abrió escuela clandestina en el salón de su casa, se adormilaba junto a la estufa y, formados en corro, no hacía contar hasta mil. Cumplida la cuenta, alguien lo despertaba: “D. Alonso, que ha hemos llegado a mil”. “Pues, empezad otra vez”, decía él. Y volvía a dormirse. Ese es mi primer recuerdo discente.
Ya en los escolapios, y en Albacete también, el señor Aparicio, que nos formaba en el “espíritu nacional” con correajes y camisa azul-falange, se quitaba el cinturón y, mientras aporreaba el tablero de la mesa con la hebilla, nos ilustraba a voces: “ A los rojos había que darles así, así y así”. En los mismos escolapios el cura “Sancho”, por lo gordo, obsequiaba a un interno, siempre el mismo, cada tarde de domingo, durante la sesión de cine, con un platanito repelado, sustraído al postre de la comida, que le era ofrecido en la boca al púber con mucho mimo. Íbamos aprendiendo cosas.
Ya en el instituto, el profesor de Geografía de segundo de bachillerato empezaba sus clases matinales con cierta frecuencia, dejando que su mirada se perdiera por encima de nuestras cabezas durante unos segundos muy largos. Después, sonreía beatífico e, inmediatamente, justificaba así su felicidad: “Realmente, señores, he de confesarle que mi esposa es una perita en dulce”. Nuestros doce años de potencial lujurioso recién estrenado se encrespaban al oírlo.
También hay que decir que, muchos años después, supe que el padre del señor Aparicio, al no le gustaban los rojos, había sido víctima de un “paseo” de anarquistas en el 37 y que antes un Aparicito niño, que nunca olvidaría el espectáculo, aserraron las piernas de aquel hombre, alto él, para que cupiera en el cajón que le iba a servir de ataúd. Atando cabos, uno se da cuenta de que vive en un país repuñetero que te enseña más a bofetadas que a consejos.
Tres años de seminario, de los doce a los quince, me hicieron adolescente latiniparlo, piadoso y perplejo. Monseñor Delicado, arzobispo que fue de Valladolid, enredado, enredado en líos contables por un ecónomo un pelín demasiado emprendedor, le sirvió a mi alma de padre espiritual, durante mi último año en el seminario de Albacete. Monseñor Larrea, arzobispo que fue de Victoria, era por el mismo entonces rector de aquel seminario. Terminando el curso, Larrea, rector, me llamó a su despacho y me dijo que, precedido como venía yo del seminario menor con fama de piadoso y brillante en los estudios, me había notado durante los últimos meses un poquito tibio. Y que, si quería, podía quedarme en mi casa y abandonar la carrera eclesiástica. Los amigos que vinieron a despedirse a mi cuarto, puesto que empezaban las vacaciones de verano, me hallaron llorando como una magdalena. Fueron con el cuento al padre espiritual y, convocado a su despacho, le informé de las palabras del rector. “¿Y quien es el rector para meterse en mis asuntos?”, dijo ofendido por la invasión de competencias.
Con frecuencia me ha gustado atenerme a la literalidad de las palabras como, a modo de juego, una manera de llegar a su sentido último: “Ministerio del Interior” siempre me ha sonado a institución que se ocupa de los tejemanejes del espíritu, del alma, de lo de dentro y que, en cualquier caso, no debía dejar su administración en manos de gobernadores civiles, comisarios de policía o guardias de la porra; sino en las de sacerdotes, espiritistas, adivinos o metomentodos. Mientras, “Ministerio de Asuntos Exteriores” se ocuparía de las cosas que nos importan mucho menos, las ajenas, las que, excepto que nos mueva solidaridad o misericordia –conceptos hoy tan anacrónicos-, no importan una higa.
Puede deducirse del párrafo escrito arriba que el “Ministerio del Interior” –padre espiritual- fue invadido por el rector, que me vio tibio, y que semejantes desencuentro me puso de patitas en “Asuntos Exteriores” y me hizo perder la vocación sacerdotal ipso facto.
El azar quiso, nunca mejor dicho ya que mi padre se ganó siempre la vida –y muy bien- como jugador de póker profesional, que, por aquellos días, se hiciera con una vivienda a estrena en el Paseo de la Habana de Madrid, puesta sobre el tapete, por un importantísimo constructor con merma evidente de su patrimonio. “Nos vamos a Madrid, que he ganado un piso”, sintetizó mi padre la tal hazaña.
Consignar debe ahora que mi bachillerato transcurrió por dos o tres colegios de Madrid –hice cuarto, reválida y quinto en un solo año, gracias al buen enseñar del seminario diocesano, y aún me sobró latín para traducir a Virgilio en Preu y sacar matrícula- y recalé a última hora en un colegio de gran lujo en el que, por ejemplo, éramos tres de letras, y cuyo propietario y director era el señor Verdú, excelente educador de buenas vidas –un día nos invitó incluso a Vega Sicilia- y abuelo paterno, como he sabido hace muy poco, de Maribel Verdú.
El jefe de estudios, el mejor profesor de filosofía que he tenido nunca, me pidió años después, cuando yo estaba en la universidad –o pasaba por allí oficialmente- y en una célula del PCE, de manera clandestina, que lo pusiera en contacto con gente del partido, porque quería ingresar en él. E ingresó, mediados los años sesenta. Luego he sabido que se hizo con colegio en propiedad, medio miembro del Opus –o entero del Opus entero-, y de estas arriscadas derechas de ahora.
Sigue uno aprendiendo.
La universidad. Ay, aquella Universidad. Facultad de Derecho en la única y Complutense Universidad de Madrid. Años sesenta. Yo soy del curso de Enrique Ruano, Santiago Varela, Félix Tusell, José María Brihuega, Vicente Acebedo y tantos queridos amigos muertos. Y del de José María Mohedano, Virgilio Zapatero, Jesús Fernández de la Vega, José Antonio Zapatero, Vicente Acebebo y tantos queridos amigos vivos. Convivíamos entonces codo con codo gentes de la democracia cristiana y comunistas, anarquistas y hasta monárquicos donjuanistas, con selectos miembros del Frente de Liberación Popular, a quienes en broma y cariñosamente preguntábamos para cabrearlos un poquito, que si habían conseguido ya algún militante del proletariado. Todos juntos, a veces con algunos testarazos entre nosotros que hacían poca sangre, corríamos por las explanadas universitarias, pringados de anilina y macerados por las porras policiales. Y, de vez en cuando, ese era por lo menos mi caso, entrábamos en las aulas, donde podíamos encontrarnos con profesores que exigían que nos aprendiéramos de memoria el “Compendio” de Castro o el articulado completo del Código Civil. Conocidas esas mis obligaciones, ni volví nunca a clase ni, consecuentemente, aprobé la materia. O con aquel profesor de Canónico al que, con la esperanza de que me echase del aula, le pregunté si, según la lógica derivación del discurso que se traía entre manos, los ateos eran “malos”. Después de pensarlo unos segundos, y se le veía el pensar febril en el entrecejo, me dijo: “estrictu senso, sí”. Por supuesto, tenía que haber buenos catedráticos y excelentes profesores. Yo no los caté. Culpa mía, seguro. No voy a venir aquí a faltar a una institución tan benévola conmigo. La Economía Política de Naharro me la aprobó con notable, presentándose por mí –el delito ya ha prescrito-, Jesús Fernández de la Vega. El Beato Gotardo Ferrini, a quien escribió oración fervorosa de recomendado rezo al comenzar sus clases D. Isidoro Martín, bendiga a Jesús. Félix Tusell, que nunca pensó en producir películas como su padre, produjo la primera mía. Siempre se lo agradeceré. Enrique Ruano y yo corrimos juntos, hasta refugiarnos en Agrónomos, la última manifestación a la que acudimos. Él porque murió poco después, detenido con nocturnidad, por la policía política. Y yo, porque los responsables del partido me retiraron de la circulación, para que me dedicase en exclusiva a repartir “mundos obreros” y “nuestras banderas”. Mi principal mérito, para acceder a aquella actividad hiperclandestina, era que disponía a diario del “Dodge Dart” de mi padre, el jugador, vehículo americano que tenía un maletero enorme.
Puede convenir a estas alturas a llamar la atención sobre el hecho de que yo nunca haya durado más de tres años en aprendizaje reglado alguno. Ni en colegio, ni en seminario, ni en carrera, ni en el Partido Comunista.
Se dice hoy, dicen los que algo tienen que ocultar de su pasado, que no hay que volver la vista atrás. Ni a Carlos V, ni a la regordeta y macabra esfinge de aquel caudillo de España por la gracia de Dios. Tan poca gracia tuvo Dios con semejante regalito, como tiene ahora los que, con Dios en ristre, quieren que olvidemos el pasado animándonos segundo a segundo a que lo convirtamos en presente.
Perdonadme, si para terminar, me pongo ontológico y hasta esdrújulo, somos sólo pasado, el único presente es apenas la última “e” que acabo de decir al decir “presente”. El futuro nos lo puede evitar cualquier ladrillo mal caído de uno de los muchos edificios, que crecen orgullosos y desafiantes hoy en día en recalificados agros.
Y no me alargo más. Gracias por su educadísima paciencia. Gracias por no tirar tomates. Gracias por esta medalla, cuya entrega comparto con personas a las que quiero y admiro mucho. Gracias a esta docta institución, y lo digo sin ningún retintín, por supuesto, por acordarse de la farándula para honrarla. Y, en último caso, conocido por este discurso –hasta prolijamente- mi pasado académico, aún estáis a tiempo de quitarme esta medalla. Eso sí, va a tener que ser de un tirón; porque la quiero par mí, para los míos y para mis muertos.