Ian McEwan
- Inicio
- Conócenos
- Honoris Causa
- Ian McEwan
Discurso de investidura como Doctor Honoris Causa de Ian McEwan
30 de enero de 2018
No solo es un gran honor recibir este reconocimiento de esta afamada universidad, también me proporciona cierto alivio de una suerte de dolor de cabeza existencial. En tanto mi país, impulsado por una ola de populismo cínicamente manejado, acomete la pérdida de sus lazos con la Unión Europea, me proporciona la gran alegría de saber que por el resto de mi vida siempre tendré esta conexión – con Europa, con España, con Madrid y por encima de todo con esta excelente Universidad Carlos III. Por ello, se lo agradezco muy afectuosamente.
Mi primera obligación es felicitar a todos aquellos que han venido hoy para recibir sus medallas en reconocimiento por haberse doctorado por esta universidad. Un doctorado es una constante y con frecuencia difícil, espero, recompensa final al logro de un objetivo, a la inteligencia y a la lucidez. Ustedes habrán contribuido con su originalidad al conjunto del conocimiento humano. Un doctorado es verdaderamente un extraordinario honor y por ello les felicito muy sinceramente.
Escritores, pensadores e intelectuales de todo tipo siempre desearán convencerles de que el mundo es un injusto y peligroso lugar y esto está desplegando extrañas y alarmantes tendencias. El optimismo no es una moneda reconocida en la vida intelectual. Incluso, creo que, objetivamente, el mundo en el que me gradué, hace casi cincuenta años, era más estable y ofrecía más oportunidades que el mundo en el que se están ustedes graduando. Digo esto con plena conciencia de que en 1970 España tenía aún que escapar de una asfixiante y senil dictadura. Pero por lo menos, la libertad y el bienestar económico esperaban más adelante, en un futuro inmediato.
El mundo en el que ustedes deberán transitar y desarrollarse es un caos. El orden mundial que ha venido manteniendo una difícil y desigual paz desde la Segunda Guerra Mundial está empezando a quebrarse. Los Estados Unidos, bajo el control de un líder inmaduro e impredecible, se han apartado de la primera línea del núcleo de sus deberes y obligaciones. Aquellos valores liberales que formaron el proyecto europeo están siendo atacados por países como Polonia y Hungría y por simpatizantes de la extrema derecha, así como por determinados movimientos nacionalistas.
El desempleo alimenta la agenda populista. Una agresiva Rusia se ha propuesto socavar aquellos valores por medio de una especie de avanzada ciberguerra. Un paranoico y agobiado dictadura de Corea del Norte amenaza con la guerra nuclear. China permanece impasible ante los derechos humanos y la libertad de expresión. Oriente Medio está en una fase de catastrófica desintegración, de desastre humanitario y de caos derivado de las guerras entre poderes regionales y de diferentes religiones fundamentalistas. La causa palestina nunca ha parecido tan perdida. En Yemen y entre los Rohinga expulsados de de Burma, multitudes enteras están amenazadas de muerte por el cólera y la difteria. Los niños son los principales sufridores. La carrera armamentística está en marcha en todo el mundo.
Y en muchos lugares, una vasta marea humana de dimensión sin precedentes se mueve como refugiados de guerra, por hambruna o por corrupción y mal gobierno buscando seguridad y una vida mejor. No me detendré en el cambio climático ni en la degradación del medio ambiente – ustedes conocen la historia suficientemente bien.
Al mismo tiempo, y por muy extraño que parezca, estamos viviendo en una edad de oro de la ciencia y la tecnología. En cosmología, física teórica, biología celular, ciencia material– son tiempos extraordinarios para estar vivo. Las artes, las humanidades y las becas en miles de campos proliferan. El relato de la revolución digital no ha hecho más que cerrar su primer capítulo. Y en el campo de la inteligencia artificial, este primer capítulo no ha hecho más que empezar. La automatización de la industria y las máquinas inteligentes - no la inmigración- incrementarán la creación de desempleo. Debemos aceptar que hay empleos que no podemos seguir protegiendo. Por tanto, será mejor proteger a los trabajadores que a los empleos, y aquí avanzamos hacia el futuro que los economistas radicales denominan salario universal – es decir, un salario mínimo para todos, trabajen o no.
El tiempo libre (el ocio) en lugar del trabajo podría convertirse en nuestra característica definitoria. Esto comportará un replanteamiento de nuestras sociedades y de nuestros papeles en ellas. En la medida en que se desarrolle la inteligencia artificial, puede que algún día debamos conceder conciencia a las máquinas – después de todo, nosotros mismos debemos nuestra conciencia a la composición de la materia. Deberemos afrontar de nuevo qué significa ser humano, qué significa vivir entre máquinas no solo tan listas como nosotros, con menos defectos cognitivos, sino posiblemente con más moral, para ello será natural en nosotros dotar a las máquinas con una visión de nuestro mejor yo. Este papel ha venido siendo tradicionalmente desempeñado por la religión y la filosofía moral.
Estos serán, como los cursos de chino, tiempos interesantes. Pero déjenme volver al presente, a su presente. Fue mi generación la que creó internet y su generación la que creció con ella y se familiarizó con sus procesos como nunca la mía pudo hacerlo. Cuando envío un mensaje lo hago al ritmo que lo haría un monje medieval iluminando un manuscrito. Su generación envía un mensaje a la misma velocidad con la que habla; los hijos de sus nietos enviarán mensajes a la velocidad del pensamiento; ya hemos comenzado a comunicar cerebros con ordenadores por medio de implantes, de manera que pacientes con parálisis pueden mover un miembro simplemente pensándolo. La comunicación cerebro-máquina bien podría ser la próxima tecnología novedosa.
Pero, ¿qué hemos provocado exactamente con nuestra revolución digital y qué nos ha dado internet? He aquí un primer ejemplo del desamparo derivado de nuestra propia inteligencia. Cuando, durante los años ochenta, los primeros pocos ordenadores de las universidades que estaban interconectados pertenecían a científicos, nadie imaginó que estábamos ante un proyecto por el cual limitaríamos voluntariamente nuestras libertades. Por supuesto, queda fuera de toda duda que los beneficios han sido extraordinarios. Tengo en mi bolsillo un pequeño ordenador que me permite el acceso a enormes extensiones del conocimiento humano. Es mil veces más potente que el ordenador que permitió al hombre pisar la Luna en 1969. Pero ahora sabemos que nuestros mensajes pueden y han sido leídos por gobiernos y corporaciones. Los intereses comerciales saben qué estamos comprando y saben qué vendernos. Nuestras ubicaciones precisas son fácilmente seguidas. Poderosos despliegues de servidores conectados con cámaras en la calle proporcionan a los gobiernos aún más conciencia de los movimientos de sus ciudadanos. En China, las autoridades ya han desarrollado un poderoso software de reconocimiento facial. Una persona dada -o un disidente- puede ser encontrada y detenida en una gran ciudad como Beijing en cuestión de segundos.
También son insidiosas la presión y la vigilancia que ejercemos entre nosotros a través de las redes sociales. Un reciente informe en Gran Bretaña, describe la ansiedad que experimentan los jóvenes de 11 y 12 años cuando se incorporan al instituto a causa de la presión de los compañeros para estar en las redes sociales y recibir los “me gusta” y “be liked”. El bullying a través de estas redes se ha extendido y ha habido una ola de suicidios entre los niños.
Cuando George Orwell escribió su distopía totalitaria, 1984, ideó un estado de seguridad vigilante controlando cada rincón de la vida de las personas. Por ejemplo, para ellos era ilegal apagar los televisores. Pero nunca podría haber imaginado la penetración en las vidas corrientes que los intereses comerciales y del estado impondrían. Fundamentalmente, no podría haber considerado la forma en la que los ciudadanos se habrían obligado a su propia vigilancia. Estas pequeñas máquinas en nuestros bolsillos son irresistibles. Nadie nos obliga a comprarlas. Consumimos nuestros días estando en contacto con los demás. ¿Cómo ha podido ocurrir que hayamos sacrificado voluntariamente nuestra soledad y privacidad?
Y la soledad, uno de los grandes lujos de la civilización, es precisamente aquí mi perspectiva. Sea su grado en humanidades o ciencias, una gran proporción de los hombres y mujeres pensadores cuyos trabajos ustedes han estudiado y admirado tuvieron acceso a un nivel de soledad que a ustedes les parece negado, o que se negarán ustedes mismos.
En estas ocasiones es tradicional ofrecer un consejo. (Y es tradicional para ustedes ignorarlo completamente). Entonces, este es mi consejo. Tómenlo o déjenlo. Constrúyanse un pequeño espacio que no sea digital ni social. Cómprense una libreta, usen un lápiz, comprométanse en total privacidad con sus propios pensamientos dentro de la esfera de su propio espacio privado. Tomen el mando del lugar donde nadie pueda localizarles, o influirles, o venderles algo o hablarles de sus vacaciones. Redescubran el arte de meditar a solas. Adoren la admirable realidad del breve encanto de su conciencia. Abran de par en par las puertas de la percepción. Dicho con las lacónicas palabras de Henry James, no hay razón para no hacerlo.
Y con esto, les deseo lo mejor para que inicien su propio camino a través de un peligroso, fascinante, desafiante y maravilloso nuevo mundo.