Prof. D. Joaquín Ruíz-Giménez Cortés
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Discurso de investidura como Doctor Honoris Causa de del Profesor Doctor D. Joaquín Ruíz-Giménez Cortés
Nombrado Doctor Honoris Causa en el acto de Apertura del Curso 97/98
ACCIÓN DE GRACIAS Y LATIDO DE ESPERANZA
"Sólo recuerdo la emoción de las cosas,
y se me olvida todo lo demás;
muchas son las lagunas de mi memoria*
(Antonio Machado,
"Los complementarios" CLXXIX)
PROEMIO
1. Excmo. y Magnífico Sr. Rector de esta Universidad; Excmos. Sres. Rectores, ilustres profesores y Doctores; Excmos. Sres. Ministro de Fomento y Defensor del Pueblo; ilustres autoridades; académicas y civiles; distinguidos alumnos y alumnas, amigas y amigos:
Seria insincero si no expresara, a la vez, mi gozo y mi inquietud o zozobra por estar aquí, en esta Universidad, a la que desde hace tiempo me siento vinculado, y que ahora me otorga el honor de incorporarme al muy noble elenco de sus Doctores. Gozo, muy verdadero, por esa inmerecida distinción, que sólo puedo atribuir a la generosa iniciativa del Rector, Gregorio Peces-Barba, ex-discípulo brillante en los años 60, maestro relevante hoy en la familia de los cultivadores de la Filosofía del Derecho y amigo leal siempre. A él, por consiguiente, y a todos los que integran el Claustro de esta institución, rindo mi sincero y hondo agradecimiento por haber aceptado la propuesta y haberme incorporado a sus filas, aunque sea sólo honoríficamente, así como a su noble empeño cultural.
Gratitud también, muy singular, al joven Prof. Eusebio Fernández, ex-discípulo igualmente en la Universidad Complutense, y hoy destacado investigador y docente en nuestra común disciplina académica. Su Laudatio o glosa me llega muy dentro. Quisiera haber sido merecedor de sus juicios y no tener que atribuirlos a su conocida delicadeza y a la liberalidad de sus sentimientos. De algún modo, al escucharle he recordado el diálogo entre el Rey Lear y el Conde de Kent, que William Shakespeare evocó en su obra inmortal:
"Lean = ¿Quien eres tú?
Kent.= Un hombre, señor
Lear.= ¿A qué te dedicas?
Kent.= A no ser menos de lo que parezco."
Ciertamente que mi laudante no es el Rey Lear, pero tampoco yo soy el Conde de Kent, y, sin embargo, puedo repetir, a mi antiguo y siempre juvenil colega, que me alegraría haber sido no menos de lo que, según sus estimulantes palabras parece que fui. La pena es que ya en la 8ª edad del recorrido, es imposible recuperar el tiempo perdido.
De ahí mi inquietud o zozobra -que no anula mi gozo, pero sí lo mitiga- ante el trance en que me encuentro de añadir algo que sea digno de este lugar y de este momento, no sólo por el peso de los años, que mucho merma la lucidez de la mente, sino también por la absorbente dedicación a las cada día más apremiantes exigencias del "Fondo de las Naciones Unidas para la infancia" (UNICEF), ciertamente muy saludables para el corazón, pero poco propicias para una serena reflexión cultural, como la que aquí corresponde.
2. Consciente de ello, y no sin acogerme a la benevolencia de quienes me honran y me estimulan con su presencia opto por ceñirme, en un primer momento, a intentar saldar mi antigua y permanente deuda con la Universidad; la Universidad en su conjunto, y en cada una de sus sedes singulares en las que aprendí y enseñé: Madrid, Sevilla, Salamanca, y otra vez Madrid. Esa ha sido, durante casi cincuenta años de mi vida, la vocación prioritaria, aunque no lo parezca, y algunos con razón lo duden, pues es cierto que la interrumpí -aspecto muy lamentable- por dos fugas hacia la política activa, la Embajada cerca de la Santa Sede y el ministerio de Educación Nacional.
Cumplido ese "descargo de conciencia", y alentado por las características de este acto académico y de su sustancial sentido de solidaridad con un esfuerzo colectivo en pro de la promoción y la defensa de los derechos fundamentales de todas las personas y de todos los pueblos, me atreveré, en un segundo momento, a dar testimonio, aunque sea muy sucintamente, del resultado de dos experiencias personales, vividas en ritmo acelerado durante los tres últimos quinquenios (desde 1983 hasta hoy), en la institución del Defensor del Pueblo y, luego, en el Comité Español del UNICEF, con un resultado que me lleva a poner en cuestión el grado de real universalidad, y de genuina efectividad del conjunto de espléndidas normas positivas, que integran el vigente ordenamiento jurídico de protección de todos los derechos humanos fundamentales. El contraste entre la luz de ese Derecho positivo., nacional e internacional, verdadera joya de este siglo, -tan rico en avances científicos cuan mermado en valores éticos-, y la sombra de las patentes y sistemáticas violaciones de esas mismas normas, en demasiados lugares del mundo -en el mundo de la pobreza crítica, pero también en el mundo industrializado y rico-, me mueven a insistir, precisamente en este ámbito de investigación y docencia, en el resultado de esas dos experiencias personales, compartidas por millones de voluntarios, que luchan por los derechos humanos y por la paz en el mundo. Las sintetizo en esta incitante proposición: "Grave insuficiencia de universalidad real y de coactividad efectiva de muchas normas protectoras de los derechos humanos fundamentales".
Sé que es "descubrir el Mediterráneo", y que esa denuncia ha sido reiterádamente formulada -y hasta gritada- en la Conferencia Mundial celebrada en Viena en 1993; e, incluso, la repiten -cada vez más y no poco paradójicamente- las Agencias de las Naciones Unidas, y las Organizaciones no Gubernamentales, que a ello se consagran. No obstante, me resisto a dejar pasar esta privilegiada oportunidad para reiterar la querella, con la esperanza de que esta juvenil y sensible Universidad pueda recogerla e impulsarla, en el orden doctrinal, al máximo posible.
Y ahora, contando con vuestra benevolencia, Sr. Rector, señores Profesores, amigas y amigos, me adentro en esa doble reflexión:
I. LA UNIVERSIDAD. MAESTRA DE VIDA.
Mi deuda con la Universidad es muy grande porque en cada una de sus sedes territoriales, donde sucesivamente viví, fue para mí hogar de aprendizaje científico, adiestramiento profesional, apertura al mundo que me iba descubriendo, y síntesis de los valores esenciales que impulsarían mi caminar hacia el futuro. Las deficiencias, vacilaciones y errores en que he incurrido sólo son atribuibles a mis propias carencias, no a lo que la Universidad me dio.
Antes de definir el alcance y el sentido de esa deuda, me siento en el deber de evocar con algún detalle -dentro del tiempo admisible para una reflexión como ésta y aquí- lo que fueron los tres ámbitos universitarios -repito- en que me forjé -Madrid, Sevilla, Salamanca-, y, sobre todo, los maestros que conocí y me brindaron su saber y sus sentimientos. Corro el riesgo de omitir involuntariamente algún nombre, porque -lo diré parafraseando las entrañables palabras de Antonio Machado: "Guardo la emoción de las cosas// pero hay lagunas en mi memoria". En todo caso, mi gratitud es permanente para todos ellos y aprovecho esta oportunidad académica para refrendarlo.
1. Mi primera singladura -notorio es- tuvo lugar en la Universidad Complutense de Madrid (entonces torpemente llamada Central), durante los años 1930 a 1936, época notoriamente de prueba. Fue no en una, sino en dos de sus Facultades, la de Derecho (en el viejo caserón de San Bernardo, como es típico decir), y la de Filosofía y Letras (ya en la Ciudad Universitaria, antes del tremendo estrago de la "guerra civil").
En la primera de ellas, la de Leyes, (en la que me matriculé -lo confieso- por fidelidad a la vocación y trayectoria de mi padre, mi mejor maestro!), cursé todas las materias del "antiguo plan" (en lo sustancial digno de alabanza, con algunos retoques). Ello me permitió conocer en directo a un muy relevante cuadro de profesores, juristas en mayoría y alguno de otras disciplinas, pero todos de primera calidad, y, por si fuera poco, de patente pluralidad ideológica. Basta evocar los nombres que más firmes han quedado en mi memoria, y lo hago simplemente en el orden cronológico de mis contactos con cada uno de los que se fueron para siempre: Castillejo, Julián Besteiro, Gascón y Marín, Adolfo Posada, Nicolás Pérez Serrano, Eloy Montero, Sánchez Román, Jiménez de Asúa, Beceña, Antonio Luna, Yangúas Messía, Joaquín Garrigues Díaz-Cañavate, Fernando de los Ríos, Luis Recasens Siches.
¡Cuánto quisiera decir de cada uno de ellos! Ahora he de contentarme con reiterarles mi gratitud más honda. Merced a ellos, y a sus libros, aprendí el Derecho positivo entonces vigente, descrito con objetividad, no sin observaciones críticas y agudas prospectivas para un mejor ajuste a la realidad social cambiante, sobre todo, en materias de Derecho político, familiar, penal, procesal, mercantil e internacional. Sus lecciones me sirvieron de suficiente base para el ejercicio profesional años más tarde, pienso que con cierto decoro. Pero también sinceramente reconozco que sentí una legítima preocupación por no haber obtenido, en esa primera fase, suficiente satisfacción a mi interés por los fundamentos ultimos del Derecho positivo, por la referencia a valores esenciales, en suma, por la dimensión filosófica del ordenamiento jurídico de la vida humana. Me había mostrado un aspecto de esa perspectiva Julián Besteiro, con sus lecciones de Lógica y Teoría de conocimiento, de raigambre kantiana, y con su impresionante humanidad; algo también, aunque sin salir del plano empírico, el Prof. Pérez Bueno, con sus "garantías jurídicas de la vida", y al final de la Licenciatura, Luis Recasens Siches, con su amplio despliegue de las corrientes contempcráneas de la Filosofía jurídica, y su apasionada navegación hacia las altas cotas de la Justicia. También a ello coadyuvó mi coyuntural contacto con el entonces muy joven profesor David García Bacca, en su curso de Lógica de vanguardia, explicado con maestría en el recién inaugurado Centro de Estudios Universitarios (el C.E.U.), donde también me matriculé en 1934, último año de mi carrera.
Lo cierto, es que me quedé con el anhelo de una formación filosófica en hondura; y ese mismo año, en que falleció mi padre, renuncié a iniciar el ejercicio profesional de la abogacía y me incorporé como alumno a la Facultad de Filosofía y Letras, en el curso 1934-1935. Disfruté a fondo en ella de lo que más me apetecía, merced a la talla y la calidad de los maestros allí conjuntados, por encima de sus respectivos trasfondos ideológicos: Manuel García Morente, como Decano, y en torno suyo, Xavier Zubiri, Gil Fagoaga, Gaos, Minguijón, Gallegos -Rocafull, García-Hugues, Millares Carló, (estos dos últimos para las lenguas clásicas). Lamenté que no me tocara la suerte de ser alumno directo de Ortega y Gasset, por no actuar en aquel curso, aunque sí profundicé en la lectura de sus obras, como también lo hice en las de D. Miguel de Unamuno (a quien había conocido en Octubre de aquel año 1934 -el trágico Octubre de la Revolución de Asturias y sus consecuencias-, con motivo de un Simposio internacional, organizado por el Instituto Francisco de Vitoria, en la Universidad de Salamanca).
Inmerso en ese clima cultural, más allá de los dolorosos acontecimientos, de las intolerancias y de las violencias, que iban quebrando posibilidades de paz en España, se reafirmaba mi empeño de proseguir mi formación en aquella inolvidable -casi increíble- Facultad de Filosofía y Letras, y asociarme, lo más estrechamente posible, a la cátedra de Xavier Zubiri, años más tarde amigo esencial.
Todo se truncó violentamente, cuando en Julio de 1936, ardió España en el Alzamiento Nacional y la trágica guerra civil, que destruyó tantas vidas, ilusiones y posibilidades para una generación como la mía, e hipotecó el porvenir de las siguientes.
Durante los tres años de la contienda, no se aminoró mi vocación, a la vez jurídica y filosófica, sino que se avivó; y en el momento de proclamarse la paz, retorné a la Facultad de Derecho para obtener el Doctorado, ya que mi aspiración era consagrarme a la docencia, precisamente en materia de Filosofía jurídica y política. A un tema de esa índole -"La concepción institucional del Derecho"- dediqué mi tesis doctoral, ya en la órbita de Don Mariano Puigdollers, muy ligado a la tradición tomista, y que entonces mucho me influyó. Dejo constancia de que fue siempre generoso conmigo, y por ello le rindo tributo de sincero agradecimiento.
Circunstancias sobrevenidas me movieron entonces a iniciar el ejercicio profesional de la Abogacía, procurando hacerla compatible con la actividad universitaria, si bien lamenté que esa bipolarización de esfuerzos me hiciera desistir de continuar y concluir los truncados estudios, en la Facultad de Filosofía y Letras, que ya no era la misma que conocí y mucho aprecié antes de la contienda fratricida.
Tres años después, en 1943, convocadas las cátedras de Filosofía del Derecho, de las Universidades de Sevilla y Murcia, concurrí a las oposiciones, y obtenida plaza, opté por la Universidad hispalense, tal vez, por los ligámenes afectivos de mi familia con Andalucía, pero también por las favorables noticias que tenía de aquella Universidad.
2. Esa segunda fase universitaria en Sevilla, demasiado breve (de 1943 a 1946), no fue, sin embargo, accesoria o coyuntural. Durante ella palpé la hondura de la brecha que la "guerra civil" había producido en nuestra sociedad, y, en concreto, en el ámbito de la docencia, por la pérdida de valiosos docentes, cruelmente sacrificados unos, en las retaguardias de los dos bandos; y, en el exilio exterior o en el interior otros, por las depuraciones del Régimen triunfante. Y, lo que era más lacerante, las tensiones íntimas de muchos de aquellos maestros que quedaban en activo, y veían cercenadas sus libertades de opinión y de magisterio. En contraste, -y eso es parte de mi deuda con la Universidad andaluza- se reforzó mi esperanza por la lección de elegancia espiritual, y de humana tolerancia, que aprendí de mis colegas. Basta evocar los nombres, muy significativos por su diversidad, de Carlos García Oviedo, Juan Manzano, Pelmaeker, Villavicencio, Ramón Carande y, en especial, Manuel Jiménez Fernández, que tan valioso papel había desempeñado en la etapa de la II' República, y tan decisivos impulsos ulteriores dió al proceso de reconciliación de todos los sectores políticos en el camino hacia la democracia.
Siento que de aquel ambiente me alejase la invitación que se me hizo desde el Ministerio de Asuntos Exteriores (encabezado ya entonces -1945- por Alberto Martín Artajo, fraternal amigo), a ocupar la Dirección del Instituto de Cultura Hispana, quehacer que intenté fuera compatible, con el desempeño transitorio de la cátedra de "Relaciones de la Iglesia y el Estado", en la recién creada Facultad de Ciencias Políticas, bajo el decanato de Fernando M° Castiella, a quien había conocido en el C.E.U., de 1933-34. Acepté por el peso de las circunstancias, pero eso no me absuelve de mi falta de estabilidad, ya que ello dañó -soy muy consciente y me apena- mi consagración básica, doctrinal y docente, a la Filosofía del Derecho. Tal situación de "alejamiento" externo (no el íntimo), se prolongó durante más de un quinquenio (desde 1948 a 1956) por las sucesivas funciones como Embajador de España cerca de la Santa Sede y como Ministro de Educación Nacional. Asumo, con sentido de responsabilidad, las sombras y las luces, los logros y las carencias de esos paréntesis en mi vocación universitaria, que, pese a todo, no feneció.
3. En efecto, tras la crisis ministerial de febrero de 1956 (una crisis motivada en gran parte por nuestro intento -mío y de mis colaboradores más próximos, Joaquín Pérez-Villanueva, Pedro Laín Entralgo, y Antonio Tovar- de reparar injusticias y abrir ventanas, sobre todo, en la docencia universitaria), me reincorporé, sin tardanza, a mi Cátedra en la Universidad de Salamanca (ya que durante mi misión diplomática en Roma, la había permutado con Elías de Tejada, a petición suya, por desear pasar él a Sevilla).
Desde mi llegada a la siete veces centenaria Universidad del Tormes, avivé el paso para restaurar en plenitud mi dedicación académica, y no abandonarla ya hasta la jubilación. Aproveché aquel tiempo salmanticense (1956-1960) para reavivar lo mejor que pude mi formación jurídica, mediante la sistemática lectura de textos clásicos y de obras modernas y contemporáneas, y sobre todo en el diálogo con los colegas de la Facultad de Derecho y del Colegio Mayor Fray Luis de León, y con los alumnos de una generación ulterior a la guerra, de quienes aprendí mucho más de lo que pude enseñarles pues ellos me hicieron sentir el latido de la nueva España emergente.
Tampoco puedo detenerme ahora en el análisis de esa vivificante experiencia, pero me importa evocar, como en las etapas anteriores, los nombres de algunos de aquellos compañeros todavía bajo el rectorado de Antonio Tovar, quienes me dieron nuevo ejemplo de comprensión y que decisivamente contribuyeron a mi transición doctrinal y operativa: Esteban Madruga, Ignacio de la Concha, Antón Oneca, Aurelio Menéndez, Pablo Lucas Verdú, Lamberto Echevarría, José Beltrán de Heredia, José Antonio Trevijano, y en especial, Enrique Tierno Galván, por el hondo sentido de nuestro reencuentro y las consecuencias de nuestro diálogo.
De ese tiempo dimana, en el orden doctrinal, mi creciente evolución desde el iusnaturalismo clásico (de raíces heleno-romanas, hebreas y cristianas, con fidelidad a valores esenciales, pero expresados en formas abstractas), hacia una Filosofía de los derechos humanos fundamentales, muy en concreto, en su proceso de positivización, aunque arrancando de aquellos valores básicos, que permiten evaluar la justicia de las normas constitucionales o legales, reguladoras del ejercicio de dichos derechos; y, en el orden operativo, el impulso hacia la transición democrática, con la mirada puesta en la instauración de un Estado social y democrática de Derecho, donde se garantizaran, con efectividad, tanto los derechos de libertad (los civiles y políticos), cuanto los de igualdad y solidaridad (los económicos, sociales y culturales).
Esa evolución se la debo, pues, en gran parte a la Universidad, en su sede de Salamanca, y luego se incrementó, durante mi ulterior etapa docente, en la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, tras las segundas oposiciones de mi vida, en 1960.
4. De esa última fase universitaria (1960 a 1983), debo decir que me sirvió para consolidar y acrecentar un poco (no todo lo que hubiese deseado, por la falta de "dedicación exclusiva"), mi visión de la Filosofía del Derecho, en si misma y en sus consecuencias operativas, en el campo de los derechos humanos fundamentales; y, sobre todo, para descubrir a jóvenes alumnos, de gran calidad humana, limpia vocación científica, y tenaz entrega a la defensa de los derechos humanos fundamentales, la democracia y la paz. Me abstengo de dar sus nombres, pues muchos se encuentran en éste aula y no les agradaría una mención pública. A ellos les consta mi permanente agradecimiento por lo que me enseñaron a pensar y a vivir.
En cambio, creo justo recordar -como ya lo he hecho al hablar de Sevilla y de Salamanca- los nombres de algunos de los colegas que tuve el privilegio de conocer y tratar en esa postrera fase de mi periplo universitario, y que ya nos dejaron para siempre: Prieto Castro, Sánchez Agesta, Guasp, Gárrigues, del Rosal, Ferrer Sama, Hernández Tejero, y añado Francisco Tomás y Valiente, pues aunque no formó parte del Claustro de la Facultad de Derecho de la Complutense, sí de la de Salamanca, y de la Autónoma de Madrid, y queda unido a nosotros para siempre.
Todos ellos -más allá de sus respectivas ideologías y de sus criterios doctrinales, me dieron nuevo ejemplo de tolerancia y de generosidad, en los momentos fáciles y en los difíciles, y esa es la mejor de las enseñanzas.
5. Cierro esta mirada retrospectiva sobre lo que debo a la Universidad pasando -como diría Eugenio D'Ors, también maestro y amigo- de la anécdota, esto es, de mi experiencia personal, a la categoría, lo que la Universidad, en sí misma, ha entrañado para muchas otras vidas, y lo que a mi juicio debe seguir significando en el futuro. Asumo cuanto sobre la misión de la Universidad, sus exigencias y sus potencialidades, han escrito magistralmente en España desde Ortega y Gasset y Laín Entralgo, entre los más eximios, a los Consejos de Rectores en el momento presente.
Arrancando de mi propia experiencia, añado que la Universidad, además de fomentar la investigación, transmitir la ciencia y adiestrar para el ejercicio profesional, ha de contribuir a forjar en los universitarios un específico modo de ser, por lo menos, de cuatro dimensiones fundamentales:
a) La dimensión de la intelección sentiente (en el sentido zubiriano), intelección de la Naturaleza y de la Cultura, en todas sus perspectivas y todos sus cambios, reavivando el ejercicio de la razón -ahora que se proclama la post -modernidad- sin olvidar a Blas Pascal y su fundamental aviso de que "hay razones del corazón, que la razón no conoce".
b) La pedagogía de la libertad, de la igualdad y la justicia, por encima de autocratismos, y de diferencias y discriminaciones de cualquier índole.
c) En conexión con ello, el adiestramiento en la tolerancia, y en el diálogo dentro del respeto recíproco y de la pacífica repulsa de las intolerancias ajenas, hacia el interior y hacia fuera de la órbita universitaria, con la vista siempre puesta en los valores fundamentales de la solidaridad y la paz.
d) Y, con el talante de Ernest Bloch, lograr que la Universidad avive la esperanza, que "da amplitud a los hombres en lugar de angostarlos" (como él auguró en su obra culminante "El principio esperanza", Prólogo).
Ciertamente que todo ello exige un sostenido esfuerzo de dedicación de los profesores y de los alumnos, pero también un decidido apoyo de los Poderes Públicos y de todos los sectores de la sociedad civil.
II. DOS EXPERIENCIAS ULTERIORES, EXTRA-UNIVERSITARIAS, PERO VIVIDAS CON EL ESPÍRITU DE LA UNIVERSIDAD; Y UN LATIDO DE ESPERANZA.
Me refiero, como anticipé, a mi experiencia de Defensor del Pueblo, y a mi actual entrega, al Comité Español del UNICEF ("Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia"), dos empeños muy fundamentales, y consonantes con el espíritu y el modo de ser que debo a la Universidad. Los evoco aquí porque hay algo en ambos que puede -y a mi juicio debe- ser objeto de renovada reflexión en esta dinámica sede universitaria. Se trata de lo que en el proemio anticipé: "La grave insuficiencia de real universalidad y de coactividad efectiva de las normas protectoras de los derechos humanos fundamentales". Sin poder extenderme aquí en su descripción y en su análisis, resumo los aspectos más acuciantes.
1. Comencé a palpar esas insuficiencias, durante mis cinco años (1992-1997) de Defensor del Pueblo.
De entrada pude apreciar el acierto de quienes lograron incorporar esa institución al texto de nuestra Magna Carta (en su Art. 54). En otras Naciones era ya un signo de avance en la democracia, precisamente en busca de contribuir a una protección más efectiva de los derechos humanos fundamentales, completando -en determinados aspectos- el sistema tutelar clásico de esos derechos.
Durante esa experiencia comprobé la relativa utilidad de la Defensoría, en lo concerniente a la defensa de los derechos civiles y políticos stricto sensu (los reconocidos en el Capítulo II, del Título I, de la Constitución), pero también su grave insuficiencia para la protección de los recogidos en el Capítulo III, bajo el problemático rótulo de "Principios rectores de la política social y económica".
Tropezamos con serios obstáculos para ser eficaces. La Ley orgánica 2/1979, de 3 de octubre, reguladora del funcionamiento de la Defensoría, nos ofrecía vías de acción que utilizamos con empeño, pero en muchos casos resultaban insuficientes las facultades de investigación y las peticiones de medidas sancionadoras contra los funcionarios renuentes o tenazmente reacios a los requerimientos del Defensor. Es cierto que con delicadeza, aunque también con firmeza, hicimos constar los quebrantos comprobados y no corregidos, en los informes presentados a las Cortes, pero esas denuncias fueron insuficientes en demasiados casos.
En contraste, gustosamente dejo constancia de la fecundidad de la legitimación activa del Defensor del Pueblo, consagrada por la Constitución, para interponer recursos de amparo y, sobre todo, recursos de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional, cúspide del sistema tutelar español de los derechos humanos fundamentales. Esa facultad fue empleada en siete ocasiones por el Defensor del Pueblo, durante aquellos cinco años, con resultado positivo cinco veces.
Aunque me duela, debo insistir en la necesidad de reforzar las facultades del Defensor en materia de los derechos económicos, sociales y culturales. Exigencias tan esenciales como el derecho al trabajo, al empleo -art. 35 (incluido en el Capítulo II), las prestaciones sociales adecuadas ante situaciones de necesidad, y otros complementos (art. 41), el medio ambiente adecuado (art. 45) y la vivienda digna (art. 47), quedan, en gran medida desguarnecidos. No es lícito argüir que esos derechos, y algunos más del capítulo III, son sólo principios rectores de la política social, y económica. Las normas internacionales, integradas en el ordenamiento jurídico constitucional español, al haber sido firmadas y ratificadas por el Estado, inequívocamente califican esos derechos como "derechos fundamentales", aunque también en dichas normas sea muy débil su protección efectiva.
2. Y esa penosa experiencia la sigo viviendo, muy incrementada, en las actividades de UNICEF, sobre todo, en los que se refiere a los países del mal llamado "III Mundo, (o países ',en desarrollo"), pero también en muchos sectores de los países industrializados, especialmente en lo que afecta a los derechos de la infancia y de la juventud. No es posible ni necesario dar aquí cifras porque son bien conocidas, merced a los informes de las Agencias humanitarias de las Naciones Unidas y de las ONG'S, a los que me remito. Me basta en este momento con decir que el quebranto de esos derechos fundamentales de la infancia y la juventud, sobre todo en los países de la pobreza crítica, comenzando por el derecho a la vida, a la integridad física y a la dignidad, es estremecedor y quedan impunes las violaciones de toda índole.
3. Ante esa dura y lacerante realidad, y fiel al espíritu que me infundió la Universidad, debo denunciar, aunque sea muy sucintamente, los principales factores que, a mi juicio, impiden, o merman grandemente, la universalidad de los derechos humanos fundamentales y su coactividad efectiva.
a) En primer término, la tenaz persistencia del mal llamado "Orden Económico Internacional", que por su intrínseca injusticia, debiera denominarse, con resonancias de Emmanuel Mounier: 'Desorden económico-social del mundo".
En ello han coincidido pensadores laicos (evoco como simple ejemplo a Willy Brandt -recuérdese su provocativa denuncia en "La locura organizada. Carrera de armamentos y hambre en el mundo"-), y predicadores cristianos, (como S.S. Juan XXIII en su encíclica "Pacem in terris", o Pablo VI en la "POPUlorum Proqresio").
Mientras no se acometan decididamente las reformas estructurales que Naciones Unidas acordaron en 1975 y refrendaron en ocasiones ulteriores, muchos de los derechos fundamentales de millones de personas -de cualquier sexo, edad o nacionalidad- sufren las consecuencias de la pobreza crítica, fruto a su vez, de las estructuras injustas, con violación de su derecho radical a la vida, y las que sobreviven, lo hacen en condiciones de riesgo permanente y de extrema indignidad. Y eso no sólo en lo concerniente a los derechos económicos, sociales y culturales, sino también -por íntima conexión- a los derechos civiles y políticos, los derechos de libertad e igualdad.
b) En segundo lugar, las resistencias de demasiados Estados -me atrevo a decir de todos, aunque sea en distinto grado-, a la restricción o recorte de su "soberanía nacional", cuando la Comunidad Internacional intenta, casi siempre a remolque y con vacilaciones, someter a vigilancia y, más aún, a enjuiciamiento, las conductas arbitrarias o delictivas de sus funcionarios o de sus súbditos, quebrantadores de las normas internas o de las supra-nacionales, que teóricamente protegen los derechos humanos básicos.
En esa perspectiva, ha habido, y sigue habiendo Estados que "se curan en salud" -diríamos castizamente- mediante la formulación de reservas, en el momento de ratificar alguno de esos tratados.
La tradición es antigua y polémica, alimentada con el argumento pragmático y falaz de que sin esa válvula de las reservas se frenaría el proceso de desarrollo progresivo del Derecho Internacional Humanitario o de tratados sobre derechos humanos básicos. (Me remito a la importante bibliografía, recientemente recopilada por el Prof. Jordi Bonet Pérez, en su breve, pero valiosa monografía "Las reservas a los Tratados internacionales", ed. Bosch, Barcelona 1996).
En concreto, y desde mi actual experiencia en UNICEF, debo denunciar esas reservas formuladas por varios Estados del antiguo mundo colectivista o del islámico contra determinados artículos, realmente básicos de la Convención sobre el Estatuto de los refugiados, de 1951; el Convenio sobre los derechos políticos de la mujer, de 1953; la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer, de 1979; la Convención contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanas o degradantes, de 1984, en especial en lo que concierne a la Convención de los derechos del niño, de 1989.
Justo es decir que alguno de los Estados que formularon esas reservas en tiempos totalitarios o dictatoriales las han retirado al transformarse en Estados democráticos, lo que es tan lógico como laudable; pero aún subsisten en otros Estados con grave quebranto del principio de universalidad de los derechos humanos fundamentales y de su coactividad efectiva, en daño de los ciudadanos de los países donde las reservas siguen operantes.
c) En tercer término, la subsistencia de "estructuras" opresivas o discriminatorias en muchos Estados, después de haber ratificado los Pactos Internacionales de 1966 o los Convenios ulteriores sobre protección de derechos fundamentales, sin ni siquiera haber formulado reservas sobre su contenido. Los informes del Comité de los derechos del niño, instituido en la Convención de 1989, son un testimonio de ello, y de la pasividad de las Naciones para remediarlo o sancionarlo.
d) En cuarto lugar, la penosa debilidad o relativa impotencia de los Poderes Públicos en demasiados países (tanto en los industrializados, cuanto en los calificados como "en vías de desarrollo"), para enjuiciar y castigar las infracciones de derechos fundamentales del ramo de los civiles y políticos (los de libertad), y, más aún, para satisfacer las legítimas exigencias humanas que encarnan en los derechos económicos, sociales y culturales.
Es bien doloroso que esa impotencia o debilidad alcance, excesivas veces, a los Tribunales de Justicia. Comprensible es que en los Pactos o Convenios de protección de los derechos fundamentales se siga imponiendo el requisito de agotar la vía previa, mediante los procesos judiciales ante los Tribunales de órbita interna, no por la declinante invocación a la "soberanía nacional" de cada Estado, sino simplemente, por el razonable principio de subsidiariedad.
Con laudable visión de futuro, la Declaración universal de 1948, incluyó -en su artículo 8- el derecho de toda persona "a un recurso efectivo, ante los Tribunales nacionales competentes que le amparen contra actos que violen sus derechos fundamentales reconocidos por la Constitución o por la ley". Y así lo refrendó, con rigor vinculante, el Pacto internacional de derechos civiles y políticos de 1966, en su art. 2.3.a), inequívocamente: "Toda persona cuyos derechos o libertades reconocidos en el presente pacto hayan sido violados, podrán interponer un recurso efectivo, aún cuando tal violación hubiera sido cometida por personas que actuaban en ejercicio de sus funciones oficiales". En contraste, el Pacto Internacional de derechos económicos, sociales, y culturales, diluye esa crucial exigencia, contentándose con las vaporosas garantías diseñadas en su correlativo artículo 2, aunque en el artículo 6, vuelve a recomendar a los Estados, refiriéndose al fundamental derecho al trabajo, que adopten medidas conducentes a lograr "la plena efectividad", de tan esencial derecho.
Mientras tanto, sabido es que con mayor decisión (aunque sólo para los derechos civiles y políticos), el Convenio europeo para la protección de los derechos humanos y las libertades fundamentales, de 1950, reafirmó, en su art. 13, ese derecho de toda persona a la concesión de un recurso efectivo ante una instancia nacional, cuando sus derechos y libertades, reconocidos en el Convenio, hayan sido violados, incluso si han sido por personas que actúan en el ejercicio de sus funciones oficiales. Infelizmente, ya entonces esa efectividad corría el riesgo de frustrarse, como pronosticaran eminentes maestros, René Cassin, Karel Vasak, Verdross, Quintano-Ripollés, Mc Bride, Guggenheim, y tantos otros, (citados por Pierre Martens, en su excelente monografía "Le droit de recours effectif devant les instances nationales en cas de violation d'un droit de l'homme" (eds. Universite de Bruxelles, 1973).
Conscientes de ello, los beneméritos juristas y políticos, que inspiraron la redacción y la aprobación de ese histórico Convenio europeo de 1950, dieron el paso decisivo de abrir la puerta a una Jurisdicción supranacional, la Comisión europea y el Tribunal europeo de derechos humanos (art. 19 y siguientes).
Por ahí, se avanzaba ciertamente hacia la efectividad de los derechos humanos reconocidos en el Convenio, aunque sólo fuera para los derechos de libertad (y, últimamente, el derecho a la educación), y únicamente para los Estados de la Europa democrática.
Progreso análogo se produjo en la órbita de la Organización de los Estados Americanos (la OEA), con la Convención Americana de derechos humanos, de 1969, y el Tribunal o Corte de San José de Costa Rica, si bien con las mismas limitaciones que en el Convenio europeo, al aplicarse sólo a los derechos protegidos, los de carácter civil y político, no los económicos, sociales y culturales, aunque a éstos se les dedica una benévola alusión en el art. 26, propugnando, su "desarrollo progresivo".
Añádanse, en todos esos textos normativos, la presencia inquietante, aunque sea explicable, de claúsulas "de suspensión de las garantías", en circunstancias especiales. En sí ello es justo y comprensible, pero con el riesgo de dejar portillos por donde penetren las arbitrariedades o los abusos de ciertos gobernantes o de sus funcionarios, como ha sido una dolorosa realidad durante este siglo XX.
e) Ello nos lleva, en quinto y último lugar, a reiterar la urgente necesidad, de que se acelere la Reforma del sistema de las Naciones Unidas, en varios de sus elementos y, sobre todo, en lo que afecta al tema de esta reflexión, esto es, que se instaure un Tribunal Internacional de Justicia penal, permanente e independiente; o, por lo menos, una Sección penal en el actual Tribunal internacional de Justicia de La Haya, con modificaciones básicas, que abran la puerta a las acciones judiciales de todas las personas del mundo, víctimas de crímenes de guerra o de violaciones sistemáticas de sus derechos fundamentales, reconocidos y garantizados teóricamente en las normas de Derecho Internacional Público o del Derecho humanitario.
Laudable fue que en la Carta de San Francisco, de 1945, se rescataran los restos del Tribunal Permanente de Justicia Internacional, creado por el Pacto de la Sociedad de las Naciones, y destruido por la II Guerra Mundial, pero lo que surgió de esa resurrección, fue un tipo de Tribunal Internacional, importante y meritorio en varios aspectos, pero con la grave carencia de que, según el Estatuto por el que se rige, quedan excluidas las demandas o querellas de personas individuales, cuyos derechos fundamentales hayan sido violados y no hayan obtenido la reparación en justicia ante los Tribunales Nacionales, ni hayan sido juzgados y penados los infractores.
Son notorios los obstáculos para que se de ese último paso, verdadera culminación de un sistema judicial de protección, que hagan reales y efectivas la universalidad y la coactividad del ordenamiento jurídico tutelar de los derechos humanos fundamentales. Desde hace casi medio siglo -sobre todo, después de la creación de los Tribunales "regionales" de Estrasburgo (para Europa Occidental y democrática) y de San José de Costa Rica (para América), se han alzado voces para propugnar la indispensable escalada al ámbito universal. Basta recordar el informe del Comité para una Jurisdicción criminal internacional, en el seno de la O.N.U. (Asamblea General, 7' Sesión, 1951), y los argumentos doctrinales de internacionalistas y penalistas tan relevantes como A. J. Goldberg, Badinter, Mc Bride, W.J. Ganshop, van der Meersch, Glaser, Reuter Herzog, Róling, Quintano-Ripollés, más recientemente Antonio Romero Brotons y su equipo de colaboradores, Manuel Díez de Velasco, y otros muchos, que merecen ser recordados.
Es cierto que por el peso de crueles circunstancias, surgieron los Tribunales de Nuremberg y de Tokio, para juzgar y penar los crímenes cometidos por los vencidos, no por los vencedores, en la II Guerra Mundial; y más recientemente, los Tribunales para juzgar las ferocidades cometidas en los conflictos armados, de trasfondo interétnico, en Ruanda y en la antigua Yugoslavia. Pero, esas creaciones jurídicas coyunturales han adolecido de ser Tribunales ad hoc, con lastre político y graves carencias en las competencias, en el procedimiento y en la capacidad (salvo en Nüremberg y Tokio) para la aplicación efectiva de sus resoluciones.
De ahí, que la Comisión Internacional de Juristas, de Ginebra, plenamente consagrada a la protección efectiva de los derechos fundamentales y a garantizar la independencia de los Jueces, acordase presentar en la Conferencia Mundial sobre derechos humanos, celebrada en Viena, en 1993, una propuesta, seriamente fundamentada, para la creación inmediata del imprescindible Tribunal Internacional penal, con las características arriba expresadas. Al ser yo en ese momento Presidente de dicha Comisión Internacional de Juristas, me tocó el honor de formalizar la propuesta. La Conferencia asumió con notable concordia esa moción, pero al carecer de facultades ejecutivas decidió, por consenso, su envío a la Organización de las Naciones Unidas, donde la Comisión de Derecho Internacional llegó a elaborar en Julio de 1994 un proyecto de Estatuto para su presentación, en la Asamblea General, o en el Consejo de Seguridad, según se estime pertinente.
Confieso que aquel momento de Viena, fue uno de los más gratos de mi vida, como viejo luchador por los derechos humanos, y portador del espíritu que la Universidad generosamente me infundió desde que me integré en ella en los años 40.
Soy consciente de que la victoria final contra las injusticias y las violencias, que quebrantan los derechos humanos fundamentales, en demasiados momentos y lugares del mundo, no vendrá solamente -ni quizá principalmente- por el empuje de los juristas y de los políticos, que a ellos se consagren, aunque obligados están a realizarlo, sino conjuntamente por las reformas socio-económicas en profundidad, por la movilización radical de los espíritus, y la educación en los valores de la libertad, la igualdad, la justicia y la solidaridad, como pilares de la paz. En esa hermosa aventura humana la Universidad habrá de seguir cumpliendo una misión esencial.
Concluyo, Magnífico Sr. Rector, Sres. Rectores, distinguidos colegas y estimados amigos, renovando mi agradecimiento muy hondo por la excesiva distinción que se me ha ofrendado y a la que quiero seguir correspondiendo ilusionadamente, mientras la gracia del Señor, en quien creo, me mantenga en este problemático, y a la vez deslumbrante mundo.
Y si en el umbral de esta reflexión me apoyé en el bello decir de Antonio Machado: "Guardo la emoción de las cosas pero hay lagunas en mi memoria", ahora lo hago de la mano de Celso Emilio Ferreiro (en "Longa noite de pedra")
"Alzaremos la esperanza
sobre esta tierra oscura
como quien alza una antorcha
en una noche sin luna"
¡Así sea!
Joaquín Ruiz-Giménez
30-9-1997