Prof. D. José Delgado Pinto
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Discurso de investidura como Doctor Honoris Causa del Profesor Don José Delgado Pinto
Año 2004
Creo que ninguno de quienes me escuchan se extrañará si afirmo que en estos momentos me encuentro embargado por la emoción que me producen diversos sentimientos que concurren en mi ánimo y a los que quisiera dar expresión con la mayor serenidad posible. Ante todo siento una profunda satisfacción, una grandísima alegría por la alta distinción que supone la concesión del grado de Doctor "Honoris Causa", que cuando se atribuye a un universitario suele significar la culminación de una fecunda vida académica. Mucho más si lo concede una Universidad como la Carlos III que, pese a su juventud y a diferencia de otras, se ha situado ya en la primera línea del prestigio y la calidad. Lo acepto con orgullo por lo que significa y, a la vez, con humildad porque sé que, en este caso, no representa la justa retribución a unos méritos académicos extraordinarios, sino que se debe, más bien, a la benevolencia de quienes han promovido, primero, y decidido, después, la concesión de este Doctorado. A todos quiero expresar mi profundo agradecimiento, sabiendo que la manifestación de este sentimiento no cancela la gozosa carga de mi gratitud.
Muchas gracias también al Prof. Rafael de Asís por su "laudatio": precisa en los datos, exagerada en los elogios y perspicaz en muchas de sus apreciaciones. Si hay un dato que destaca con claridad de su exposición es el relativo a los muchos años durante los cuales he sido profesor de filosofía del Derecho: casi medio siglo. En tan dilatado periodo de tiempo varios y profundos han sido los cambios experimentados por la Universidad española y, en ese marco, los que han afectado a la disciplina que profeso. Pero también fuera de nuestras fronteras la filosofía del Derecho ha evolucionado de forma notable. Contando con su benevolencia, en los minutos que siguen me gustaría trazar un esquema de esa evolución de la filosofía del Derecho, tal como yo la veo en una mirada retrospectiva, para referirme al final a su momento presente y a como se inserta en él la filosofia jurídica española.
Los años siguientes a la terminación de la segunda guerra mundial estuvieron dominados por la polémica entre yusnaturalistas y defensores del positivismo jurídico, de la que en buena medida fue detonante la publicación en 1946 de un conocido artículo de G. Radbruch con un título bien significativo: "Leyes que no son Derecho y Derecho por encima de las leyes". El positivismo fue acusado de complicidad tácita en la cobertura jurídica de las atrocidades cometidas bajo los regímenes totalitarios, acusación rechazada con buenas razones por sus defensores. La polémica se centró inicialmente en Alemania, aunque se extendió a otros países, y de ella no derivó ningún resultado de valor permanente.
Esta polémica afectó poco, o nada, a las ideas de H. Kelsen, el mas grande teórico del positivismo jurídico, quien ya en los años treinta tenía construido lo esencial de su sistema, que solo cambió después en puntos determinados. La verdad es que el significado histórico-filosófico de Kelsen es muy especial; aunque su pensamiento dominó gran parte de las discusiones a lo largo del siglo XX, algunas de sus raíces remiten al siglo anterior; pues su tarea consistió en la sistematización y depuración, desde un punto de vista filosófico, de las ideas inspiradoras de la gran ciencia jurídica alemana de la segunda mitad del siglo XIX y primeras décadas del XX. Su obra ha sido presentada, con razón, como una pieza más del prodigioso mosaico cultural que floreció en la Viena de los últimos tiempos del imperio austro-húngaro.
Aunque de gran amplitud, su pensamiento se sustenta en unas pocas ideas básicas. 1) En primer lugar, la reafirmación del carácter normativo del Derecho: el Derecho es un sistema de normas, y afirmar que existe una norma jurídica, que es válida, significa reconocer que posee fuerza vinculante, que obliga. 2) En segundo lugar, la distinción, que para Kelsen tiene raíz kantiana, entre el ámbito del "ser" y el del "deber ser", entre el mundo de los hechos unidos como causas y efectos, y el mundo de los valores y las normas que establecen deberes. De esta separación de la esfera del ser y la del deber ser resulta la imposibilidad de derivar la validez de las normas de ningún hecho social. 3) La tercera idea básica, en cierto modo consecuencia de la anterior, consiste en la estricta separación entre ciencias naturales, que estudian relaciones causales entre hechos, y ciencias normativas, que describen el contenido de las normas, de los sistemas normativos. La Ciencia del Derecho pertenecería a este segundo grupo y quedaría separada de la Sociología que, según Kelsen, explica causalmente hechos sociales. 4) Por último, pero de gran importancia, el irracionalismo y subjetivismo ético conforme al cual los juicios de valor, en concreto los juicios sobre lo justo y lo injusto, son irracionales y no es posible pretender para ellos ningún valor objetivo. En consecuencia, en cuanto que el Derecho constituye un orden normativo objetivamente válido para toda la sociedad, hay que concebirlo como estrictamente separado de todo juicio moral, de todo juicio de justicia. Y los enunciados de la Ciencia jurídica han de prescindir de cualquier valoración moral o política.
Desde estas bases, con una coherencia y una voluntad de sistema inigualadas en nuestra disciplina, Kelsen construyó su teoría del Derecho marcando el campo y las reglas del juego para la discusión posterior a lo largo del siglo XX. Su mérito en este sentido ha sido reconocido de forma prácticamente unánime. Reconocerlo no debe impedir, sin embargo, reconocer también que su sistema presenta grandes debilidades, a algunas de las cuales aludiré dentro de un momento.
En 1962 N. Bobbio, haciendo gala como tantas otras veces de su extraordinaria capacidad para clarificar cuestiones todavía difusas mediante una clasificación oportuna, estableció que la filosofía del Derecho abarca tres grandes temáticas: una teoría del Derecho, una teoría de la justicia y una teoría de la ciencia jurídica, que cabe entender como teoría del conocimiento y la argumentación de los juristas. Pues bien, creo que se puede valorar un sistema de filosofía del Derecho comprobando, en primer lugar, si se ocupa de esos tres campos temáticos; en segundo lugar, si las soluciones que propone en unos temas son coherentes con las que propone en otros; y finalmente, y de forma muy especial, si permite comprender, reconstruir, la práctica jurídica y también contribuir a mejorarla ya que se trata, en definitiva, de una parte de la filosofía práctica.
Si aplicamos este criterio a la obra de Kelsen, comprobamos, ante todo, que carece de una teoría de la justicia o, dicho con más precisión, que a lo largo de numerosos escritos desarrolla una teoría negativa que presenta a la justicia como un ideal irracional. Al separar estrictamente el Derecho positivo de la moralidad, de la justicia, la teoría del Derecho de Kelsen es congruente con ello. Pero esa misma congruencia le conduce a soluciones inaceptables de algunos problemas como, por ejemplo, el de la fundamentación de la obligatoriedad del Derecho. Si la fuerza obligatoria de una norma jurídica positiva no puede fundamentarse en una norma o razón moral, ni, dado el postulado de la separación entre hechos y normas, tampoco se puede fundamentar en el hecho de ser positiva, de ser impuesta, solo queda derivarla de otra norma jurídica anterior; pero este camino conduce a tener que derivar la fuerza normativa de la Constitución, última norma jurídica positiva, de una norma anterior que ya no es positiva, realmente existente, sino hipotética o ficticia; esta apelación a una norma fundamental hipotética, o ficticia, ha sido generalmente rechazada por los filósofos del Derecho posteriores; pero el problema quedaba ahí. Finalmente, su irracionalismo ético, su negación de la razón práctica, impide a Kelsen dar cuenta adecuada del modo como operan los juristas, como argumentan los jueces y los mismos científicos del Derecho: su propuesta, apenas desarrollada por otra parte, de una ciencia jurídica limitada a describir normas, sin poder hacer uso de consideraciones sociológicas ni juicios valorativos para interpretarlas, resulta muy ajena a la práctica efectiva de los cultivadores de la dogmática jurídica.
El pensamiento de Kelsen comenzó a difundirse y discutirse por Europa antes del comienzo de la segunda guerra mundial. Pero los años de guerra y los de la inmediata postguerra supusieron un paréntesis en esta recepción y valoración crítica, paréntesis que en algunos países, como Alemania, fue especialmente largo. Sin embargo, un autor danés, A. Ross, que en los años veinte había sido discípulo de Kelsen en Viena discrepando en algunos aspectos de la doctrina del maestro, elaboró y articuló dichas discrepancias durante los años de la contienda, ofreciendo en 1946 bajo el título Hacia una ciencia realista del Derecho una alternativa al normativismo kelseniano. Dicha alternativa se conoce hoy como "realismo jurídico escandinavo", tendencia en la que también se incluyen otros autores, inspirados inicialmente en las ideas del filósofo sueco A. Hägerstrom, parecidas a las del neopositivismo o empirismo lógico, al que después apelará directamente Ross.
Ross comparte con Kelsen el irracionalismo ético; los juicios morales no son para él mas que expresión de emociones subjetivas; tampoco para él es posible, por tanto, una teoría racional y material de la justicia. El desacuerdo con su antiguo maestro se centra mas bien en la distinción que Kelsen establecía entre ser y deber ser, mundo de los hechos y mundo de los valores y las normas. Tal dualismo le parece a Ross un residuo de la vieja metafísica idealista frente a la cual afirma que la única realidad existente es la que componen los objetos o fenómenos situados en el espacio y en el tiempo, entre ellos los fenómenos psíquicos. De forma congruente sostiene que solo hay un tipo de ciencias, ciencias sobre hechos o fenómenos, cuyos enunciados han de ser empíricamente verificables.
Desde esta base Ross critica el concepto normativista de Derecho de Kelsen. Cree que la noción de norma jurídica como entidad que, en un ámbito distinto al de los hechos causalmente encadenados, establece lo que debe ser, dotada de una validez o fuerza obligatoria que deriva últimamente de una norma fundamental hipotética, constituye un claro ejemplo de metafísica inaceptable. Desde un punto de vista realista no hay nada que corresponda a la llamada validez u obligatoriedad. Validez y obligatoriedad son palabras que designan la racionalización de ciertos hechos psíquicos, de ciertos sentimientos que acompañan a los mandatos de determinadas personas. Desde tal punto de vista el Derecho hay que entenderlo como un conjunto de hechos psíquico-sociales que se define en torno al uso organizado de la fuerza en una comunidad, y la verdadera ciencia jurídica no puede ser sino una rama de la Sociología.
Esta propuesta tan radical fue matizada posteriormente, pues Ross, a diferencia de Kelsen, introdujo cambios sustanciales en su pensamiento. Una década después, en Sobre el derecho y la Justicia, defendió una visión de la ciencia jurídica más cercana a la práctica efectiva, una visión en la que a la dogmática le correspondería interpretar y describir las normas jurídicas vigentes en un país. Pero su fidelidad a la filosofía neopositivista le hace incurrir en una grave incoherencia; pues considera que solo los enunciados asertivos, aquellos que describen la realidad y son verificables, poseen sentido o significado semántico, del que carecen los juicios de valor y las normas. Y, si es así, mal pueden éstas ser interpretadas y estudiadas por la dogmática jurídica. Es cierto que en 1968, en Directivas y Normas, Ross rectifica este punto de su doctrina, pero ya sin tiempo para rehacer su teoría del Derecho y de la ciencia jurídica.
En 1961, un año después de la segunda edición de la Teoría pura del Derecho kelseniana y tres después de la publicación en inglés de Sobre el Derecho y la Justicia de Ross, H. Hart publicó su libro El concepto de Derecho, que constituye una nueva versión del positivismo jurídico. Ahora bien, el interés fundamental de Hart no consistió, como en el caso de Kelsen y de Ross, en sentar las bases de una ciencia jurídica rigurosamente científica, pues prácticamente no se ocupó del tema de la ciencia jurídica. Su verdadero interés fue el de mantener la separación entre Derecho y Moral porque, entre otras cosas, ésta aseguraría la posibilidad de la crítica moral al Derecho vigente, permitiría mantener que una cosa es determinar lo conforme a Derecho y otra distinta afirmar qué es lo justo y qué merece obediencia moral.
Desde la base de la filosofía del lenguaje ordinario, que reconoce la legítima diversidad de lenguajes que se corresponden con diversas formas de vida, no le fue difícil a Hart criticar el reduccionismo neoempirista en que incurre Ross al sostener que los enunciados normativos carecen de sentido, de significado semántico. Si nos situamos sin prejuicios en el punto de vista de quienes aceptan y usan normas en sus relaciones recíprocas, advertiremos que utilizan un lenguaje normativo que tiene sus reglas y cuyos enunciados poseen un significado perfectamente inteligible, aunque sea diferente del propio de los enunciados descriptivos de hechos. A partir de aquí, Hart recobra una concepción normativista del Derecho: el orden jurídico se compone de normas dotadas de fuerza vinculante, algunas de las cuales imponen directamente deberes u obligaciones. Con esto se acerca a Kelsen, aunque rechaza la rigidez de éste en varios aspectos. Mediante la distinción entre el punto de vista externo del observador y el punto de vista interno del participante, y la articulación de reglas primarias y reglas secundarias - entre ellas la regla de reconocimiento, vigente en la práctica de los "funcionarios" del sistema al identificar las normas válidas que lo integran -, construye una teoría del Derecho sumamente atractiva, que ha servido de modelo en las últimas décadas.
Sin embargo, la obra de Hart presenta también claras deficiencias, la discusión de las cuales ha alimentado las polémicas más interesantes del último cuarto de siglo. En primer lugar, carece de una teoría de la justicia debidamente articulada; en sus escritos encontramos desarrollos parciales interesantes, pero, aunque no comparte el irracionalismo ético de Kelsen y Ross, nunca ha querido pronunciarse explícitamente acerca de si los juicios morales pueden ser de alguna manera objetivamente válidos. Tampoco ha resuelto de forma convincente el problema del fundamento de la obligatoriedad del Derecho que plantea su concepción normativista del mismo, un problema que Kelsen resolvía apelando a la norma fundamental hipotética y que Ross consideraba un pseudoproblema. Si las normas jurídicas imponen obligaciones, es decir, constituyen razones para actuar más fuertes que los deseos e intereses de cualquiera, ¿en qué se basa esa fuerza?; al mantener la estricta separación entre Derecho y Moral, parece que Hart no puede ofrecer una respuesta satisfactoria. Sobre todo, su obra, no solo carece de una teoría de la ciencia jurídica, sino que además, como ha confesado en el Postscript publicado en 1994, ha dedicado muy escasa atención a la práctica judicial y a la argumentación jurídica. Su doctrina de la discrecionalidad judicial, conforme a la cual, cuando un caso no encuentra solución clara aplicando alguna de las normas válidas del ordenamiento, los jueces deciden discrecionalmente apoyándose en razones extrajurídicas, fue el flanco por el que se inició la crítica de R. Dworkin, y con ella las polémicas a las que he aludido hace un momento.
Pero antes de referirme a tales polémicas y al momento presente de la filosofía del Derecho, quiero hacer una advertencia importante. Como es lógico no pienso que la filosofía jurídica del último medio siglo se reduzca a los sistemas de Kelsen, Ross y Hart, y a sus seguidores y críticos, aunque es cierto que constituyen los puntos de referencia para trazar las grandes líneas de evolución de la disciplina. El panorama de ésta es mucho más rico y complejo. Incluso en un resumen esquemático habría que decir algo de la gran obra de N. Bobbio, que en bastantes aspectos sigue a Kelsen y, en menor medida, al realismo y a Hart, pero que también los corrige y los completa. Y habría que referirse a la escuela de Bobbio en Italia, y a otras escuelas o corrientes de la rica filosofía del Derecho italiana del período, entre ellas a una corriente yusnaturalista que presenta ciertas similitudes con el yusnaturalismo en España.
También habría que referirse a la filosofía jurídica alemana, bastante ensimismada durante largos años tras la terminación de la guerra, pero que desde 1970 en adelante recobra aliento, sobre todo desde que reanuda el diálogo con tendencias foráneas como la filosofía analítica. Lo mismo habría que hacer con la filosofía del Derecho desarrollada en otros países. Y también habría que contar con la teorías críticas del Derecho, entre ellas la teoría marxista en sus diversas variantes, que, aunque en gran parte han perdido vigencia, nos han legado la enseñanza de que es preciso considerar el papel que juegan las instituciones jurídicas en el orden social, consolidando relaciones de dominio o, tal vez, favoreciendo la emancipación, y ello frente a la tentación de limitarse a estudiar la estructura formal del Derecho, o aceptar acríticamente el punto de vista de los juristas profesionales.
Sin embargo, el tiempo disponible no permite ocuparse de estas tendencias. Pese a todo, es imprescindible aludir al florecimiento en estos últimos decenios de dos temáticas filosófico-jurídicas apenas tratadas por los grandes teóricos del Derecho en que he centrado mi exposición.
En primer lugar, la teoría de la justicia. Ya me referí al irracionalismo ético de Kelsen y de Ross, y a la posición no del todo definida de Hart. No se trata de posiciones extrañas, pues lo cierto es que durante gran parte del siglo XX el pensamiento filosófico estuvo dominado por el irracionalismo y el relativismo moral. Sin embargo, en el último tercio del siglo se produce un giro hacia el racionalismo, hacia la recuperación de la razón práctica; son emblemáticos en este sentido los dos volúmenes editados en 1972 y 1974 por M. Riedel con el título de Rehabilitación de la filosofía practica., Desde luego antes de que se consolidara este giro encontramos desarrollos importantes de lo que podemos considerar una teoría material de la justicia. Baste recordar, por referirme a temas ampliamente tratados en nuestro país, los estudios sobre el Estado de Derecho, o la doctrina sobre los derechos humanos en la que tan decisivo papel han desempeñado los filósofos del Derecho de esta Universidad. Pero tras el mencionado giro se ha producido el florecimiento de una filosofía moral que confía en la capacidad de la argumentación racional, y en ese contexto se han construido teorías sistemáticas de la justicia, como la de J. Rawls por citar una, que pueden servir como lugar de enlace de la filosofía del Derecho con la filosofía moral y la política.
El segundo gran tema no cultivado con éxito por Kelsen, Ross ni Hart que, sin embargo, ha experimentado un ámplio desarrollo en los últimos decenios, es el de la metodología jurídica o, dicho con más precisión, el del razonamiento o argumentación jurídicos. Desde las incitaciones iniciales de autores como Th. Viehweg, Ch. Perelmann y otros, ha ido apareciendo un gran número de estudios, muy diversos entre sí, pero que confluyen en la indagación de las reglas y criterios a que se ajusta, o debe ajustarse, el razonamiento de los juristas, paradigmáticamente el de los jueces, para que sus decisiones tengan, no la evidencia de las conclusiones lógicas, pero sí una fundamentación o justificación racional. Estas contribuciones, unidas a la renovación del interés por la teoría de la interpretación, propiciado por la polémica surgida a raíz de la defensa dworkiniana de una interpretación constructiva frente a la interpretación intencional, han hecho posible el florecimiento de esta parte de la filosofía jurídica a la que corresponde, a mi juicio, un papel estratégico en la renovación de la teoría del Derecho.
Ese papel estratégico se ha puesto ya de manifiesto en la crítica de Dworkin a Hart. Como dije hace un momento Dworkin inició su crítica impugnado la tesis de la discrecionalidad judicial. Llamó la atención sobre el modo como razonan los jueces cuando resuelven casos difíciles, haciendo ver que para determinar lo que exige el Derecho se apoyan, no solo en reglas válidas, sino también en los principios que subyacen a las mismas, muchos de los cuales tienen naturaleza moral. Y desde esta consideración de la práctica argumentativa de los jueces Dworkin pasa al terreno de la teoría del Derecho exigiendo la elaboración de un nuevo concepto del mismo coherente con dicha práctica; pues el defendido por Hart resulta inadecuado, ya que, por fidelidad al positivismo, excluye la conexión necesaria con cualquier elemento moral. Ahora bien, hay que decir que en esta polémica, en la que se han puesto en discusión las tesis centrales del positivismo jurídico, han intervenido o intervienen, no solo Dworkin, sino también otros muchos autores: en Norteamérica, p. e., antes que Dworkin ya L. Fuller, en Europa R. Alexy, en Latinoamérica C.S. Nino, etc., etc.
Creo que la situación presente de la filosofía del Derecho se caracteriza por ese amplio debate en que se sustancia la crisis del positivismo jurídico y, tal vez, su posible convergencia con el viejo rival, el yusnaturalismo, dada la depuración experimentada también por éste en los últimos tiempos. Pero hay que subrayar que esta coyuntura se debe a que los desarrollos de la teoría de la justicia y de la teoría del razonamiento y la argumentación jurídicos hacen posible y requieren una nueva teoría del Derecho. Como se desprende de las aportaciones más interesantes, el punto de partida para una nueva construcción sistemática ha de ser la comprensión adecuada de la práctica jurídica como práctica en la que se adoptan e imponen decisiones que, sin embargo, se justifican a través de una argumentación característica . El estudio de tal argumentación muestra que pertenece al género del razonamiento moral, pero que presenta respecto del mismo claras diferencias debidas fundamentalmente al carácter institucional del orden jurídico. Desde aquí es posible probar, frente a la tesis del positivismo jurídico estricto, que puede hablarse de una conexión necesaria del Derecho con la Moral, pues en la determinación de lo jurídicamente exigible entran en juego en uno u otro momento consideraciones morales. Pero, al mismo tiempo, también se pone de manifiesto la diferencia entre ambos órdenes normativos, ya que lo conforme a Derecho puede no coincidir con lo justo, lo moralmente correcto, cuando esto se determina prescindiendo de las restricciones institucionales esenciales al orden jurídico; con lo que queda abierta la posibilidad de la crítica moral del Derecho vigente, que es la finalidad que alegaba para justificarse el positivismo jurídico conceptualista. Dicho de otra forma: a partir de una comprensión adecuada de la práctica jurídica como práctica argumentativa es posible mostrar tanto la conexión como la diferencia entre teoría del Derecho y teoría de la justicia. Creo que desde hace algún tiempo se dan las condiciones necesarias para que surja un nuevo sistema de filosofía del Derecho que aborde las cuestiones abiertas en las tres grandes zonas temáticas señaladas por N. Bobbio, y las resuelva de forma coherente. Es más, creo que varias aportaciones muy valiosas de los últimos años preludian esa construcción sistemática.
Entre esas aportaciones algunas se deben a autores españoles. Pues la filosofía del Derecho que se cultiva ahora en nuestro país puede equipararse a la de cualquier otro, tanto por la cantidad de publicaciones y de revistas especializadas, como por las orientaciones doctrinales dominantes, y por la alta calidad de algunas aportaciones. Desde la mitad de los años 80 cualquiera que se dedique a nuestra disciplina cuenta con los medios y el clima doctrinal precisos para llegar a participar en las discusiones de vanguardia. Llegar a hacerlo, o no, depende fundamentalmente de sus condiciones personales. Cuando yo me incorporé como profesor a la Universidad no era así. La filosofía del Derecho en España constituía un caso aparte respecto de la que se cultivaba fuera de nuestras fronteras. En las aulas se enseñaba de forma casi unánime una versión históricamente desfasada del yusnaturalismo que, además, se imponía como doctrina oficial a los nuevos profesores, no tolerándose los intentos de apartarse de tal línea doctrinal. Cambiar esa situación, hasta llegar a alinear la filosofía del Derecho española con la internacionalmente vigente, fue la labor que llevaron a cabo varios de los integrantes de una generación de filósofos del Derecho que se hizo presente a partir de los años sesenta. Fue un esfuerzo intenso, pues hubo que vencer fuertes resistencias; prolongado, ya que se extendió hasta los años 80; y que se desarrolló en diversos planos: la docencia; la investigación - dando a conocer y valorando críticamente las aportaciones foráneas más interesantes-; la dirección de tesis doctorales y la formación y selección de nuevos profesores; la formación de bibliotecas, la publicación de revistas y la organización de formas de colaboración entre los profesores; etc.
En su "laudatio" el Prof. Rafael de Asís me ha incluido en esa generación de filósofos del Derecho que llevó a cabo la reforma y actualización de la disciplina en España. Dentro de esa tarea que, vista retrospectivamente, puede considerarse como una tarea colectiva, unos centraron sus esfuerzos y obtuvieron excelentes resultados en algunas de las empresas a que he aludido, y otros en otras. En lo que a mi se refiere, creo que, más que aportaciones de valor extraordinario en algún campo concreto, he procurado desarrollar un esfuerzo continuado en prácticamente todos los aspectos, manteniendo un compromiso invariable a lo largo del tiempo. Y posiblemente esto es lo que puede haber sido valorado, pues es en cierto modo natural que se mire con ojos benevolentes a quienes llegan a la culminación de su vida con una dedicación continuada a la tarea en que han puesto su ilusión.
De todos modos sería imperdonable fatuidad atribuirse a sí mismo lo que de meritorio pueda haber en una tarea desarrollada a lo largo de tantos años, sin reconocer lo mucho que se debe a los maestros y a otras personas sin cuyo concurso hubiera sido imposible. En primer lugar, a mis padres, que también fueron mis primeros maestros, pues él y ella fueron maestros nacionales, como entonces se denominaban. A Carmen, mi mujer por su apoyo y ánimo constante, y a nuestros hijos. También a mis maestros universitarios, a D. Luis Sánchez Agesta y después, sobre todo, a Agustín de Asís, quienes entre otras muchas cosas me transmitieron la convicción de que mejorar la Universidad es una forma segura de mejorar el país. Y a mis colegas de la Facultad de Derecho salmantina de los años sesenta y setenta: a Francisco Tomás y Valiente, a quien tanto echamos de menos, a Gloria Begué, Justino Duque, y Alberto Bercovitz, a José Vida y Antonio Martín Valverde; descubrí con gozo que ellos compartían esa convicción y , pese a las difíciles circunstancias, consiguieron poner en marcha una Facultad modélica. Y a los que se consideran discípulos míos, a quienes yo puedo haber enseñado algo de filosofía del Derecho, pero que, a su vez, tanto me han ayudado y de los que tanto he aprendido.
Si se descuenta lo debido a tantas personas, uno descubre que es bien poco lo que puede atribuirse como mérito propio y, por tanto, lo inmerecido del alto título que se me otorga, razón para ostentarlo con mayor orgullo. Por eso quiero terminar reiterando mis más rendidas gracias al Á rea de filosofía del Derecho y al Departamento que formularon la propuesta, y al Rector y al Consejo de Gobierno que acordaron la concesión del grado de Doctor "Honoris Causa". Y también a los compañeros, discípulos y amigos que con su presencia han realzado este acto, y a todos los que pacientemente me han escuchado : muchísimas gracias!
José Delgado Pinto