Profª. Dña. María Emilia Casas Baamonde
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Discurso de investidura como Doctor Honoris Causa de la Profª. Dña. María Emilia Casas Baamonde
27 de enero de 2012, Aula Magna (Campus de Getafe)
Excmo. Sr. Rector Magnífico de la Universidad Carlos III de Madrid, Excmo. Sr Presidente del Tribunal Constitucional, queridos magistrados, distinguidos profesores del claustro, Profesor Sánchez-Albornoz, autoridades, estudiantes, amigas y amigos, señoras y señores.
Me llena de emoción y gratitud recibir el grado de doctor por causa de honor de la Universidad Carlos III de Madrid, la máxima distinción académica que confiere la Universidad, gracias a la generosa propuesta de su Departamento de Derecho Social e Internacional Privado y al acuerdo de su Consejo de Gobierno.
Es un gran honor por la significación eminente que esta concesión tiene por parte de una Universidad pública de reconocido prestigio, con probada capacidad de desarrollar nuevas ideas, visiones y proyectos para hacer de “la calidad de la docencia, la excelencia en la investigación y el apoyo al mérito, la capacidad y la igualdad”, sus señas de identidad. Son palabras de su Rector que también define a la Universidad por su objetivo de “formar ciudadanos íntegros, capaces y
críticos, con una visión amplia y multidisciplinar […] que asuman la responsabilidad de contribuir a un mundo más justo y solidario”; una Universidad “especialmente sensible al fomento de un entorno sostenible donde el respeto al medio ambiente y la solidaridad son valores fundamentales”. Sin duda, todo un reto en un tiempo de graves dificultades para las Universidades públicas y para la investigación, el desarrollo y la innovación, sin las que no hay futuro posible.
Es también un gran honor, y lo es de manera muy señalada, compartir tan relevante distinción con los sobresalientes y admirables científicos, investigadores, pensadores, juristas o escritores ya distinguidos con el Doctorado «Honoris Causa» por esta Universidad, y con quien también la recibe en este acto, Profesor Sánchez-Albornoz, que, como en el caso de sus titulados y doctores, simboliza la expresión de la capacidad académica y de investigación de la Universidad.
Precedente muy notable y, como pueden comprender, particularmente emotivo para mi es la presencia entre los investidos doctores honoris causa por esta Universidad del Profesor Alonso Olea, a quien tuve la fortuna de tener como maestro, y que lo fue con sabiduría proverbial, siempre exigente en el manejo de fuentes solventes, el rigor analítico y la coherencia sistemática, y siempre animado por la búsqueda de la calidad, por el afán de excelencia, que, como acabo de subrayar, es marca de esta casa. Su obra, sencillamente deslumbrante, supuso el cambio -y así se reconoce unánimemente por la doctrina científica- en la construcción científica del Derecho del Trabajo español como disciplina reguladora de un fenómeno económico-social tan básico y fundamental como la prestación de trabajo para otro y para organizaciones empresariales a cambio de remuneración, del que desveló los fundamentos ideológicos, políticos, históricos, económicos y culturales, construyendo un sistema jurídico unitario y coherente de sólido soporte iusprivatista dentro de un determinado contexto histórico, fuera del cual, decía, sólo hay artificiosidad o abstracción irreal. Renovó también el modelo conceptual del Derecho de la Seguridad Social y su configuración institucional y sentó las bases para seguir entendiendo ambas disciplinas en este adverso tiempo crítico. Compartir con él este doctorado honorífico me honra muy especialmente. Siempre he dicho que mi homenaje de admiración y cariño corresponderá insuficientemente a la enseñanza y al apoyo académico y afectivo que tan desinteresadamente me dispensó. Escribir con él su Derecho del Trabajo desde 1986, lo que sigo haciendo sin él pero con el recuerdo vivo de su talento y de su alegría de vivir, ha sido uno de mis logros investigadores que estarán siempre en deuda con su magisterio.
Pero ser investida doctora honoris causa por esta Universidad, de cuya Comisión Gestora fui nombrada miembro por el entonces Ministro de Educación y Ciencia, don Javier Solana Madariaga, a quien hace solo unos meses –el pasado 27 de septiembre en el solemne acto de apertura del curso académico 2011-2012- la Universidad le agradeció su creación concediéndole su medalla de honor, me colma de orgullo, emoción y felicidad. Fue, sin la menor duda, un privilegio colaborar en la puesta en marcha de esta Universidad desde aquel mes de junio de 1989 hasta septiembre de 1995 con el Presidente de la Comisión, después Rector fundador de la Universidad, Profesor Gregorio Peces-Barba, y un entusiasta equipo movido por el objetivo común de hacer la mejor Universidad pública en el Sur de Madrid, en las ciudades de Getafe y Leganés, a partir de la recuperación simbólica de edificios militares, aun en obras en aquel momento inicial, para el conocimiento. Permítanme que los recuerde y su valiosa contribución a esta esplendorosa realidad: Profesores Juan Urrutia, Alberto Lafuente, Carlos Lasarte y don Rafael Zorrilla; Profesores Juan Ramón Figuera y Antonio Lecuona; Profesores Daniel Peña, Luis Aguiar y Luciano Parejo después. No puedo silenciar aquí, recordando los momentos inaugurales de esta Universidad, a los Profesores Carlos Escribano, Santos Pastor y Mª Jesús San Segundo, desafortunadamente ya fallecidos, que, como otros que felizmente nos acompañan, pusieron su inteligencia, convicción y energía al servicio de esta Universidad.
La participación en el proyecto de su fundación y desarrollo fue para mi absolutamente apasionante –todo por hacer y el espíritu de que todo era posible y enormemente satisfactoria al comprobar que nuestros sueños, sabiamente guiados por el Presidente Peces-Barba, se iban haciendo realidad; la interdisciplinariedad, la transversalidad, la ruptura de las viejas estructuras estancas con el ensanchamiento de los campos de la docencia y la investigación, y la confluencia de los diferentes entendimientos y modos de hacer de profesores de distintas áreas de conocimiento, fueron tomando cuerpo en el destino de los edificios, con nombre propio cuidadosamente elegido, en las primeras titulaciones, en la atracción de talento en la selección del profesorado y del personal de administración y servicios, en la creación de postgrados y de los primeros Institutos universitarios, en las actividades de extensión cultural, en fin en la definición de un nuevo estilo de vida universitaria orientado a la excelencia y a la innovación. Una universidad pública distinta, de calidad, científicamente productiva, competitiva, abierta e internacional, era posible. Hoy cuenta con un nuevo campus, el de Colmenarejo; a lo que suma haber sido pionera en la implantación del Espacio Europeo de Educación Superior y ostentar la condición de campus de excelencia internacional. Mi felicitación más calurosa a sus Rectores, equipos de gobierno y comunidad universitaria por tan magníficos resultados.
Mi estrecha unión con esta querida Universidad se ha mantenido siempre a través de las sólidas relaciones académicas y personales que aquí trabé, en el área de conocimiento del Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social que echó a andar con la colaboración inestimable del Profesor Baylos y un germen inicial de excelentes profesores e investigadores que fue creciendo naturalmente y hoy dirige con fortuna el Profesor Mercader; y en otras áreas de conocimiento. A ella he permanecido unida en mi retorno a mi Universidad Complutense y en mi posterior desempeño como Magistrada y después como Presidenta del Tribunal Constitucional. Ese desempeño constituyó una altísima responsabilidad, pues es el Tribunal que debe asegurar la supremacía de la Constitución normativa y el equilibrio último de nuestro Estado compuesto constituido en Estado social y democrático de Derecho. En su ejercicio, nada fácil, conté siempre con el apoyo de sus Magistrados, con su lealtad y dedicación ejemplares, y de su Secretario General, con el espléndido trabajo de los Letrados –en el de Mercedes Pérez Manzano, Juan Antonio Lascuraín, Teresa Rodríguez Montañés, Juan Luis Requejo, Angel Aguallo, Armando Salvador e Ignacio Borrajo resumo el de todos ellos-, de los Secretarios de Justicia y de las personas de apoyo y del gabinete, y con el ejemplo admirable de sus anteriores Presidentes y Magistrados en sus distintas composiciones personales. Agradezco muy sinceramente la presencia en este acto de su Presidente y de sus Magistrados y de cuantas personas que han prestado y prestan servicios al Tribunal han querido compartirlo conmigo. Y deseo tener un recuerdo emocionado para su Secretario General adjunto, Miguel-Angel Montañés Pardo, muerto desgraciadamente en plenitud de vida.
En aquel desempeño me sentí en todo momento reconfortada por los Rectores y profesores de esta Universidad, Universidad que me acoge formalmente por segunda vez, ahora como miembro honorífico de su claustro académico, uniendo al acogimiento emotivo y entrañable, que siempre me ha concedido, el intelectual que esta investidura significa. Tengo, pues, que testimoniar mi gratitud y afecto: ante todo a su Rector Magnífico, Profesor Daniel Peña, que en su propia excelencia investigadora representa la de la Universidad y con quien me cabe la satisfacción de haber compartido la inolvidable experiencia de la Comisión Gestora, la creencia en un mismo proyecto universitario innovador y de calidad, en la riqueza de la vida universitaria y en muchas cosas más. Es difícil acertar a expresarle en este momento mis sentimientos que, por lo demás, él conoce bien; agradecimiento que hago extensivo a los profesores de mi área de conocimiento, al Departamento de Derecho Social e Internacional Privado, al Consejo de Gobierno, al claustro académico y a la entera Universidad. Debo mencionar especialmente al Profesor Jesús Mercader, Catedrático de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social y Secretario General de la Universidad, en cuyo buen hacer investigador, docente y también gestor destaca siempre su brillantez y acierto y que avala mi ingreso con palabras de extrema generosidad, que me han emocionado. Y subrayar el afecto permanente del Rector Peces-Barba. Muchas gracias a todos. Aquí he vivido una de las aventuras más hermosas que me ha dado mi vocación universitaria, docente e investigadora.
Sobre la doctrina laboralista y la jurisprudencia social
Sobre mi actividad investigadora algo tengo que decirles porque será un merecido homenaje a la doctrina laboralista, a la creación doctrinal y jurisprudencial de los Derechos del Trabajo y de la Seguridad Social en nuestro país, y a su fecundidad; a quienes me han precedido, a los colegas de mi generación y a los que nos han seguido, muchos de los cuales me honran con su compañía, y a quienes se inician en el quehacer investigador con el encomiable ánimo de renovar un pensamiento vivo, dinámico y problemático, que ha contribuido con eficacia a la construcción permanente de ambos Derechos. De su experiencia y caudal de conocimientos siempre me he beneficiado. Muy especialmente de la inteligencia y destacada competencia de los Profesores Rodríguez-Piñero y Valdés en la dirección de la Revista Relaciones Laborales.
He desarrollado mi actividad investigadora en las Universidades Complutense de Madrid, del País Vasco -en la Facultad de Derecho de San Sebastián- y en esta Universidad, en el seno de una doctrina científica de alto relieve, cuyo quehacer sostenido en un rico fondo institucional sobre el que permanentemente, pero significativamente desde los últimos años del pasado siglo, se proyectan reformas legislativas continuas, se ha caracterizado por una actitud abierta al debate y un modo crítico de proceder al someter a contraste la validez de sus elaboraciones; partiendo naturalmente de la diversidad temática, de enfoques y resultados. Una doctrina que, tan atenta a los procesos de transformación y cambio como a los resultados de la tradición doctrinal, nunca ha dejado de renovar sus conclusiones, ha dado frutos bien conocidos, figuras sobresalientes y obras de probado talento sobre el vasto campo que convencionalmente comprenden los Derechos del Trabajo y de la Seguridad Social.
La doctrina ha sido particularmente sensible a la recepción de la Constitución como elemento de transformación del sistema jurídico-laboral y, con ella que lo hace posible, al proceso de construcción europea, hechos coincidentes en el tiempo con la crisis del modelo industrial fordista de Derecho del Trabajo y de la edad de oro de su dogmática, que obvió los primeros embates de las crisis económicas de los años 70 del pasado siglo y las primeras señales del cambio tecnológico, de la apertura de los mercados, y de los fenómenos de deslocalización empresarial, calificándolos ingenuamente de síntomas circunstanciales que había simplemente que vadear para volver al estado de cosas anterior. No fue así en el caso de la doctrina laboralista española, que, conocedora del llamado “Derecho del Trabajo de la emergencia”, afrontó no obstante en ese convulso contexto de fin de ciclo las necesidades de renovación de todo orden de nuestro sistema laboral, haciendo posible su transformación, siempre irreversible, para el cumplimiento de su función de conciliación o equilibrio de intereses sociales y económicos opuestos. Igualmente lo hace en la actual crisis financiera de efectos sistémicos en que la sociedad española se enfrenta a un lacerante desempleo que –a la espera de su confirmación por el INE- cerró el año 2011 con 5,4 millones de parados. El Preámbulo de la Ley reformadora 35/2010 diagnostica certeramente que “un desempleo de esa magnitud” -y manejaba en aquel año cifras inferiores a las actuales de destrucción de empleo, aunque reconocía que en los últimos dos años se habían perdido “en nuestro país más de dos millones de puestos de trabajo” y el desempleo había crecido “en casi dos millones y medio de personas”, lo que había “duplicado la tasa de paro hasta acercarse al 20%”- “constituye el primer problema para los ciudadanos y sus familias y supone un lastre inasumible a medio plazo para el desarrollo económico y para la vertebración social de nuestro país”. Así es, en efecto. Y la doctrina laboralista no ha dejado de ocuparse de esta terrible realidad, que sacude nuestros pilares sociales –sus trabajos sobre las últimas reformas laborales son imprescindibles-, y que ha sido objeto de estudio por analistas de distintas áreas de conocimiento, muy señaladamente por economistas laborales tan dignamente representados en el claustro académico de esta Universidad.
La incidencia de la Constitución, de sus valores de libertad, igualdad, justicia y pluralismo político y de sus principios, es nítida en la elaboración científica de los Derechos del Trabajo y de la Seguridad Social, que ha dedicado especial atención a los derechos y libertades y a la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, de incomparable trascendencia para nuestro Estado de Derecho y vehículo de impregnación de nuestro ordenamiento por los valores europeos y por las decisiones de los Tribunales de este ámbito. La penetración de la Constitución en el contrato de trabajo y en la práctica de las relaciones laborales se ha debido, desde luego, a la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, que ha constitucionalizado la vida pública y política y la vida económica y social, extendiendo la defensa y protección de los derechos fundamentales a través del recurso de amparo a las relaciones entre particulares, pero también a la jurisprudencia ordinaria y a la doctrina laboralista. El relevante papel de una y otra en la recreación constitucional de los Derechos del Trabajo y de la Seguridad Social nunca podrá dejar de reconocerse. La doctrina laboralista atendió también con prontitud al llamado “modelo social europeo” del proceso de integración económica europea, que inicialmente procuró un notable impulso modernizador y transformador de nuestro Derecho y de nuestras relaciones laborales, proyectado con cierta eficacia en la prohibición de discriminación de las mujeres en el trabajo y en el reconocimiento de derechos de información y consulta a los trabajadores ante decisiones estratégicas empresariales, pero que se encuentra atrapado hoy en la defensa de la moneda única y en la pérdida de legitimidad política de las instituciones de gobierno de la Unión. La doctrina ha seguido la evolución del Derecho social europeo y valorado las transformaciones derivadas de su incorporación a nuestro ordenamiento interno, y lo ha hecho no sólo en términos técnico-jurídicos de articulación de ordenamientos, sino de ordenación de poderes políticos y económicos. Ha trasladado a nuestra cultura el debate europeo sobre la flexiguridad cuyo objetivo es fomentar la flexibilidad asociada a la seguridad del empleo para aumentar el empleo de calidad, la productividad y la cohesión social a través del diálogo social, la adaptabilidad, la formación, y la innovación; y sobre los sistemas de Seguridad Social y la gran relevancia de las pensiones ante en el envejecimiento de las poblaciones europeas y el incremento del desempleo. La permanente voluntad de investigar y el deseo legítimo de renovación y análisis crítico, dentro del atenimiento estricto a los condicionamientos del trabajo científico y de la realidad, han sido sus aciertos mayores que han constituido un rasgo especialmente significativo de la doctrina laboralista española en comunicación constante con las de otros países.
Además la progresión del análisis teórico, la elaboración doctrinal y su elevación al plano científico, se han sostenido y se sostienen entre nosotros sobre la integración y participación activa de la jurisprudencia en esa creación. Es patente que la fértil y rica convivencia de la doctrina y la jurisprudencia ha constituido la marca distintiva de nuestros Derechos del Trabajo y de la Seguridad Social. La reflexión e indagación teórica se ha acompañado y enriquecido con la atención específica a la jurisprudencia en correspondencia con la importancia de las elaboraciones jurisprudenciales, señaladamente de las sentadas en unificación de doctrina por la Sala de lo Social del Tribunal Supremo, y la participación por derecho propio en la doctrina de jueces y magistrados del orden social. La convergencia entre la doctrina y la jurisprudencia aporta el nada despreciable resultado de compartir un saber y una experiencia que ha permitido ir ahondando en esa elaboración doctrinal interminable.
Ley laboral y políticas de empleo
Con este punto de partida les propongo una breve reflexión sobre la función de la ley laboral nacional, expresión de la voluntad democrática, ante la pérdida de su centralidad o protagonismo, por causa de las exigencias del ordenamiento europeo y de los “mercados”. Pero también de su sometimiento a un proceso de reforma parcial continua e inacabada, que ha recurrido con demasiada frecuencia a la excepcional legislación de urgencia y terminado por dañar severamente la seguridad jurídica del disperso “marco regulador” del mercado de trabajo y de la protección social, con quebranto de su calidad técnica y democrática y del sentido de ordenación del conjunto del sistema que está en la base de nuestro modelo de desarrollo y de sociedad. Quebranto al que se unen resultados nada despreciables de incertidumbre y falta de confianza para las decisiones inversoras o de emprendimiento de las que resulta el empleo y para las de gestión de recursos humanos de las que deriva su mantenimiento.
No olvido que el sistema de fuentes del Derecho del Trabajo tiene la singularidad de que la ley comparte territorios y funciones con la negociación colectiva, expresión del pluralismo social y cauce específico de formalización de acuerdos y de normas, dando origen a intersecciones complejas y tensiones inevitables entre aquélla y ésta, en las que en un pasado cercano se situaron vanas pretensiones radicales de refundación o reconstitución del Derecho del Trabajo, y en otro más cercano, y también en el inmediato futuro, la ocupación del terreno de la negociación colectiva por la ley, que debe asegurar el espacio propio de aquélla y la fuerza vinculante de los convenios colectivos; ni por supuesto nuestro Estado compuesto. Tampoco la constitucionalidad de las “leyes complejas” (STC 136/2011) ni la inconstitucionalidad de la ley carente de previsibilidad y así de “calidad” (en el sentido de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre el art. 8.1 del Convenio, Sentencias de 30 de julio de 1998 Valenzuela c. España y de 18 de febrero de 2003 Prado Bugallo c. España) para efectuar injerencias en el ámbito de los derechos fundamentales y libertades públicas (SSTC 49/1999 y 184/2003).
Pero no son esos los problemas a los que quiero referirme en esta reflexión, sino a las tensiones entre la falta de empleo, nuestro gran problema social y económico -que alcanzaba el 22,9 por 100 de personas en edad de trabajar, casi un 50 por 100 en los jóvenes menores de 25 años, estando la media europea en el 9,8 por 100 de la población activa y la de la eurozona en el 10,3 por 100, según datos de Eurostat de noviembre pasado-, y la función de la ley laboral, a la que se acusa, no sin razón, bien de destruir el empleo, bien de reducir su campo de aplicación únicamente a los empleados y, dentro de éstos, al decreciente grupo de los trabajadores con contrato indefinido a los que se aplican las garantías del Derecho del Trabajo y, en concreto, de la regulación legal del despido; y de cuya reforma parcial y permanente se hacen derivar, aquí sin razón, efectos en la creación de empleo, generando unas expectativas que la ley laboral no está en condiciones de cumplir y pueden ser contraproducentes para los efectos que se desean. Pues la esperanza en la milagrosa capacidad generadora de empleo de la ley reformadora laboral puede retrasar otras actuaciones o reformas que, en cambio, sí puedan tener esa capacidad y posponer decisiones públicas o empresariales de inversión y contratación hasta tanto se apruebe la ley reformadora con los contenidos esperados. Así ha ocurrido con las últimas reformas legislativas laborales que, ordenadas al objetivo de “recuperar la senda de la creación de empleo y reducir el desempleo” no lo han conseguido; y ello pese a haber situado a los empresarios “en una posición mucho mejor” ante los riesgos de la contratación de trabajadores que en las leyes reformadas (Rodríguez-Piñero, 2010), bajo cuya regulación, en cambio, la ocupación se incrementó en casi 8 millones de personas desde 1995 a 2007.
Es posible que sea cierto el diagnóstico, formulado también en el Preámbulo de la Ley reformadora 35/2010, de que la mayor incidencia en España de la contracción productiva sobre el empleo, que cae más que el PIB, se deba, además de a la estructura de nuestro modelo productivo, “a algunas particularidades estructurales de nuestro mercado laboral, que las reformas abordadas en las últimas décadas no han logrado eliminar o reducir de forma sustancial”. Y es hipótesis plausible que tampoco las reformas de 2010-2011 hayan logrado corregir sustancialmente esas particularidades estructurales negativas. Como también lo es la consecuente de que si la ley reformadora acertase a corregirlas podría esperarse la disociación o un mayor alejamiento entre la contracción productiva y el empleo. Vayamos por este camino. Y después a nuestro modelo productivo. La inestabilidad crónica de las normas sobre política de empleo y modalidades de contratación laboral o los continuos ensayos sobre formación profesional e intermediación laboral prueban la radical e innegable incapacidad de esas urgentes y fragmentarias normas reformadoras sucesivas para conseguir los fines que quieren alcanzar. En su reforma continua está el reconocimiento mismo de su fracaso.
La selección cambiante de colectivos de trabajadores de “difícil empleabilidad” cuya contratación estable y, en algunos casos temporal, se estimula, las diferentes opciones de fomento de la contratación a tiempo parcial, de jornada más o menos reducida, y la incentivación de los ajustes temporales de empleo (suspensiones y reducciones de jornada), todo ello mediante bonificaciones en las cotizaciones empresariales a la Seguridad Social, son ejemplos de ese fracaso –su éxito o ha sido fugaz o no suficientemente significativo- canalizado a través de un Derecho contingente y transitorio, iniciado con la crisis del sistema financiero en 2008 y autolimitado en su vigencia o eficacia temporal a la espera del acuerdo social que no llegó y de un anunciado cambio de modelo productivo, de un nuevo modelo de crecimiento sostenido en la innovación, la calidad y la formación, que tampoco llega. La reforma de 2010 (Real Decreto-Ley 10/ 2010 y Ley 35/2010) y la “contrarreforma” de 2011 (Real Decreto-Ley 10/2011), o el encabalgamiento inmediatamente sucesivo de modificaciones que han actuado sobre la Ley de Empleo o sobre la regulación por el Estatuto de los Trabajadores de los contratos formativos, muestran, además de su acelerada caducidad, la colisión con la realidad de los objetivos pretendidos de “mejorar las oportunidades de empleo” de los jóvenes o de los parados en general. La ley laboral reformadora parece haberse convertido en una especie de “camino de quita y pon” como el que poseía el Mago Merlín de Merlín e Familia del gran fabulador Cunqueiro al servicio de la generación de empleo. Pero Merlín es un mago y la relación de la obra del genial Cunqueiro con la ficción y la realidad tan singular que ha sido calificada de “realismo maravilloso”. Dando, pues, a cada uno lo suyo, y por supuesto el reconocimiento de maravillosa a la obra del escritor, la realidad, que no es maravillosa ni proclive a facilitar fórmulas mágicas para resolver nuestro primer problema social, derrumbada la magia de la autoeficiencia de los mercados, demuestra que el camino o los caminos recorridos no han llevado a los resultados que necesitaban y esperaban alcanzarse. Incluso tras las últimas reformas de las leyes laborales el gran problema del paro se ha agravado hasta alcanzar una proporción social y éticamente insoportable, sin que los pronósticos de los servicios de estudios y organismos internacionales permitan vislumbrar mejoras sino, fatalmente, empeoramientos y estancamientos. De donde se deduciría, además de la incapacidad de la ley laboral para crear empleo, que no es su función, conjuntamente las siguientes conclusiones: que el paro es irreductible a cualquier reforma laboral de no darse el necesario crecimiento económico que es su presupuesto; que nuestro empleo, o parte importante del mismo, sigue siendo absolutamente sensible a la contracción económica; y, cerrando las hipótesis antes abiertas, que las reformas legislativas habidas, lejos de haber transformado el ordenamiento laboral en la dirección deseada, han reforzado las negativas “particularidades estructurales de nuestro mercado laboral”. De poco ha servido la incentivación de la contratación laboral mediante bonificaciones en las cuotas empresariales a la Seguridad Social o subvenciones. No es necesario volver a insistir en el hecho de que la contratación de trabajadores depende de la necesidad empresarial de producir. En un sistema impositivo adecuado las bonificaciones –y en su caso exenciones- de las empresas parecen mejor dirigidas a fomentar su creación, modernización, innovación e internacionalización, naturalmente con consecuencias en la creación y mantenimiento de empleo de calidad, en la reinversión productiva y en su responsabilidad social. Esa agotada política de fomento de la contratación indefinida, establecida desde 1997 (RDL 8 y 9/1997, continuada con las Leyes 43/2006 y 35/2010), tampoco se ha avenido a mantener el empleo, condicionado en su duración a la de la bonificación en la cotización a la Seguridad Social, ni ha logrado desbancar a la contratación temporal, que en su utilización descausalizada ha subvertido sus fines convirtiéndose virtualmente en el contrato de trabajo único, al retirarse las limitaciones legales a su celebración durante dos años, que proporciona gran flexibilidad al empresario para adaptar su organización y mano de obra a necesidades cambiantes. Baste la Memoria del Consejo Económico y Social correspondiente al año 2010 para probarlo: en aquel año y pese a su descenso y con él el de la tasa de temporalidad situada no obstante en el 24,8 por 100 -“muy superior a la de la media de la UE-27 y de la zona euro, más de diez puntos porcentuales en comparación con la primera y más de ocho puntos en comparación con la segunda”- las contrataciones temporales siguieron siendo las predominantes, representando “más del 91 por 100 del total de las registradas en las oficinas de empleo, porcentaje que, además, se ha incrementado en los dos últimos años, tras un leve impulso de la contratación indefinida a finales de 2006. Más concretamente, en 2010 las contrataciones temporales avanzaron casi el 4 por 100, mientras que las indefinidas se redujeron en más del 6 por 100, cuando en 2009 habían disminuido los dos tipos de contrataciones, aunque más acusadamente las indefinidas”. Además, fueron de muy escasa duración media, ya que “más de 4.800.000, casi las dos terceras partes” de los contratos de duración determinada “tuvieron en 2010 una duración máxima de un mes”, utilizándose con elevada frecuencia, “ya que a lo largo de 2010 por cada persona ocupada asalariada se han celebrado casi 3,5 contratos, cifra ligeramente superior a la anterior al inicio de la crisis, que apenas superaba la cifra de tres. Todo ello sería significativo de que la rotación laboral es muy elevada y de que, además, ha aumentado durante la crisis” (págs. 27-28).
No es ninguna novedad decir que la contratación temporal ha sido –desde la reforma de 1984 que la introdujo como medida de fomento del empleo- y es, en períodos de crecimiento económico y de crisis, el problema estructural de nuestro mercado de trabajo (su “dualización” o segmentación), que afecta a los jóvenes y a las mujeres de manera especial, aumenta las desigualdades al añadir a la inestabilidad bajos salarios, impide el diseño de proyectos laborales a medio y largo plazo, y el desarrollo de empresas productivas y competitivas, flexibles y participadas; frena además el consumo y tiene gravísimos efectos en la formación y cualificación profesional del trabajador, en su mejora y en la innovación de sus capacidades (Consejo Económico y Social, Sistema educativo y capital humano, Informe 1/2009, págs. 220 y 264). Manifestación de la precariedad o baja calidad y “volatilidad” del empleo, la contratación temporal tiene una proyección inmediata en el desempleo –es sabido que es el mecanismo de ajuste de empleo mas importante en nuestro país, aunque no el único; los despidos improcedentes indemnizados o despidos espress también lo son a partir de la reforma de 2002- y mantiene un modelo productivo especializado en sectores de bajo valor añadido y baja productividad. Las más negras predicciones del informe Kok sobre la segmentación de los mercados de trabajo europeos (2003) se han hecho realidad en el nuestro, en el que esa segmentación, como ha precisado el Maestro Rodríguez-Piñero (2009) con su habitual sagacidad, ha sido la línea de demarcación de la flexi-guridad tan querida por la Comisión Europea. La reforma de 2010 no actuó con la debida convicción y contundencia sobre la reconducción a sus cauces causales de la contratación laboral temporal, y ante el estancamiento de la economía, la crisis de la deuda soberana y el crecimiento del desempleo, volviendo a la vieja regla de que más vale un mal empleo que ninguno, la sobrevenida reforma de quita y pon de 2011 aparcó temporalmente el limitado propósito inicial de vencer esa “anomalía en el contexto europeo”. Con el retorno a la flexibilidad de entrada las posibilidades de flexibilidad interna se devalúan Y, en la flexibilidad de salida, una solución acertada, como el fondo individual de capitalización para los trabajadores a lo largo de su vida laboral, que enlaza con los mecanismos de financiación de las situaciones de transición entre empleos y de combinación de etapas de empleo y formación defendidas ya hace años en el informe Supiot (1998) y después recogidas en el Libro Verde- Modernizar el Derecho laboral para afrontar los retos del siglo XXI (2006), se ha pospuesto por la reforma de 2011, ya que los expertos han determinado “su falta de viabilidad… en la actual situación de la economía y del empleo en nuestro país” (Exposición de motivos del RDL 10/2011, II). Esa situación de la economía, del empleo y del desempleo fue también la causa de la reforma de la regulación de la ley sobre la negociación colectiva con el deseado objetivo de “contribuir, a corto, medio y largo plazo, al crecimiento de la economía española, a la mejora de la competitividad y de la productividad en las empresas españolas y, por ello, al crecimiento del empleo y la reducción del desempleo”, hecha por la vía de la legislación de urgencia para cumplir el compromiso del Gobierno con el Consejo Europeo y “consolidar la confianza externa en nuestra economía” (Exposición de motivos del RDL 7/2011, III, IV y VI). De este modelo de regulación laboral que se ha ido diseñando a golpe de reformas sucesivas, de las que se reclaman grandes remedios que los hechos desmienten, ha resultado un Derecho del Trabajo que ni siquiera sostiene al conjunto de los trabajadores y no compensa ni corrige las desigualdades fundamentales que han aumentado notablemente entre aquéllos, al tiempo que asienta un modelo económico de baja productividad. Su superación es una necesidad casi unánimemente aceptada y un asunto absolutamente fundamental.
Tras las últimas reformas el desempleo ha crecido en un millón de personas más. De modo que nuestro modelo laboral se enfrenta a un bajo número de empleos y a empleos en su mayor parte de baja calidad. La investigación en la Universidad debe conceder el valor que cuestiones tan nucleares merecen. Y aunque se han elaborado propuestas desde diferentes ángulos de aproximación a la realidad de nuestro sistema laboral –sobre contratación, despido, flexibilidad interna, sistemas de determinación de salarios y retribuciones, negociación colectiva, o sobre el control judicial de las decisiones organizativas y extintivas empresariales- que han dado lugar a un vivo y sugerente debate, no han tenido la anchura de campo que precisa una cuestión tan trascendental que afecta a nuestro desarrollo económico, a la organización de nuestra sociedad, a los fundamentos del Estado y de nuestro sistema democrático. El punto de partida ha de ser la recuperación de la función de la ley laboral, que no es crear empleo ni se reduce a ser el instrumento de la política de empleo, menos de políticas de empleo agotadas que han resquebrajado tan profundamente el ordenamiento laboral y ejercido una enorme presión sobre el sistema de protección social. La ley laboral no puede estar hipotecada por la política de empleo como vengo defendiendo desde hace años, aunque el derecho al trabajo asalariado o por cuenta ajena –forma de trabajar que no agota todas las formas de hacerlo- esté condicionado por la existencia de empleo disponible y el Derecho del Trabajo, para el que esa forma de trabajar es su primer y más importante objeto de regulación, deba, en consecuencia, organizar su ordenación y aparato institucional para que sea posible. Naturalmente las políticas de empleo deben existir y dirigirse a los trabajadores. La Constitución impone a los poderes públicos realizar “una política orientada al pleno empleo” (art. 40.1). Y si son activas, implicando a los servicios públicos de empleo y entidades de colocación, descansando en la formación y desarrollándose según fórmulas de combinación de prestaciones y salarios, podrán ser eficaces. A estas políticas, y a las situaciones de transición, podría destinarse el gasto social que indebidamente “incentiva” la contratación. Pero lo verdaderamente importante es que la ley laboral no se sitúe al dictado y al servicio de razones siempre coyunturales de la política de empleo, o de sucesivas políticas de empleo, un instrumento para realizar sus fines y no sus fines mismos, hasta perder el sentido de ordenación que hace de sus distintas piezas un sistema coherente ordenado a aquéllos. La función de la ley laboral es establecer el marco jurídico protector del trabajo y de los trabajadores, ciudadanos que obtienen de su trabajo su dignidad personal y sus condiciones de vida –el “estatuto de los trabajadores”, en el lenguaje constitucional (art. 35.1 CE); el “trabajo decente”, en el de la Organización Internacional del Trabajo; “la mejora de las condiciones de vida y de trabajo a fin de conseguir su equiparación por la vía del progreso”, en el del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (art. 151)-, y las “reglas de juego” del sistema laboral con el entramado de piezas que lo conforman. Y adaptarlo al escenario socio-económico de cada tiempo a fin de que su capacidad de respuesta a los problemas del mercado de trabajo pueda ser óptima, tanto en beneficio del empleo y de los derechos de los trabajadores como del impulso de la actividad económica y de la consecución de una mayor productividad y competitividad. En la fijación concreta de esa respuesta, y en la medición de su capacidad para resolver los problemas planteados, la ley laboral, aprobada según la regla democrática de la mayoría, actualiza –por decirlo con las siempre precisas palabras del Maestro De la Villa (1997)- su fin “inmutable” de conciliación de intereses económicos y sociales contrapuestos, de armonización “del desenvolvimiento de las relaciones de producción y de consumo entre sectores mayoritarios de la población”, que, obviamente, “no se sitúa nunca en un plano objetivo y atemporal, sino en el plano que dibujan de tiempo a tiempo los titulares de aquellos intereses en sus relaciones dialécticas”. Parece razonable admitir que si la ley laboral recupera su función, y en el cumplimiento de su fin, que lo es de existencia y no de esencia, asegura objetivos de estabilidad laboral –para reestablecer el maltrecho y segmentado mercado de trabajo-, de formación, de calidad y de productividad del trabajo –para actuar contra la baja productividad de nuestra economía-, y de certeza jurídica y política –para recuperar la calidad técnica del ordenamiento laboral y la seguridad de sus protagonistas-, la capacidad de la respuesta podría encaminarse hacia el “óptimo” deseable. Prioritaria es, sin duda, la necesidad apremiante de la economía española de crecer y crear empleo, y empleo de calidad, de modo que el desempleo deje de hacerlo y comience a descender, lo que requiere su reactivación y la aplicación de la investigación, la innovación y las tecnologías del conocimiento a los procesos productivos para ganar productividad, competitividad e internacionalización y garantizar un desarrollo económico sostenido. En esto las Universidades tienen mucho que hacer y decir, porque son, con los centros públicos y privados de investigación e innovación, los motores de la transformación de nuestro modelo productivo que alumbre nuevos sectores de actividad y renueve los tradicionales. La apuesta por la investigación y la innovación y por la formación y capacitación continua de los trabajadores, ya desde el sistema educativo, por el conocimiento en suma, es un eje firme del desarrollo económico y social. La búsqueda de la productividad y competitividad en la reducción de derechos y costes del trabajo –el ejemplo paradigmático es la contratación temporal; o la discusión sobre el coste del despido, paradójicamente, sobre el del despido improcedente o sin causa, el “mas caro de Europa” y a su vez “el más fácil o flexible de Europa”-, y no en la calidad, no lleva a un crecimiento económico sano y a una competitividad reforzada, sino a un modelo productivo más expuesto a las crisis y a un mayor número de trabajadores al desempleo. Porque la crisis global (endeudamiento, recesión económica, ausencia de crédito, crisis bancaria, desempleo) con nuestras “particularidades estructurales” (ajuste a través del empleo con consiguientes tasas desbocadas de paro y precariedad de jóvenes destructivas de sus esperanzas de futuro e incremento de parados de larga duración con difícil o imposible retorno al mercado de trabajo y fácil deslizamiento hacia la exclusión y la pobreza), no es el choque inevitable con un Derecho del Trabajo y un Derecho de la Seguridad Social condenados a no ser, sino precisamente a ser, en situación tan difícil, para el reconocimiento de los derechos constitucionales y el cumplimiento de los fines que la Constitución les asigna reservando al Estado la “legislación laboral” y la “legislación básica y el régimen económico de la Seguridad Social” (art. 149.1.7 y 17). Ambos Derechos -superadas las aventuras doctrinales de separación por la realidad y por la opción de financiación básica de la Seguridad Social con o sobre el empleo-, son ejes vertebradores del Estado social y democrático de Derecho en que España se ha constituido por la Constitución que nos hemos dado para ordenar nuestro sistema político, también en las actuales circunstancias de estancamiento económico, desempleo y mayor necesidad –y mayores costes- de protección social. Al Estado corresponde promover el progreso social y económico a través mecanismos de distribución equitativa de la renta y la riqueza, mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad y una asignación equitativa de los recursos públicos, en el marco de una política de estabilidad económica y con sujeción al principio de estabilidad presupuestaria reconocido constitucionalmente tras la reforma constitucional del pasado 27 de septiembre. La Constitución es, como dijo el Tribunal Constitucional tempranamente, “un marco de coincidencias suficientemente amplio como para que dentro de él quepan opciones políticas de muy diferente signo” (STC 11/1981, FJ 7), pero es la norma superior que establece los límites que el legislador democrático no puede traspasar. Esos límites aseguran la existencia de los Derechos del Trabajo y de la Seguridad Social. Acabo aquí para decir unas últimas palabras con la hondura que, según Joan Maragall en su Elogio de la palabra, “abre en torno a sí un campo de resonancia que es el silencio elocuente”. Las digo para recordar mis raíces –Galicia- y para agradecer a mi familia el inteligente, comprensivo y decidido apoyo que en todo momento me ha procurado y sin el que con seguridad no estaría hoy aquí.