Paula Villagra
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Educación Virtual en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, El Salvador - 2022
El veinte de agosto puse mis pies sobre el continente americano. Llegaba de un vuelo con una escala interminable y al fin pude descansar en la habitación. No tendría grandes lujos, y después descubriría que ni siquiera había agua caliente. Pero la zona era segura y cercana a la universidad.
Dentro de la universidad, mi puesto de trabajo era como parte del equipo de Dirección e Innovación Educativa, el antiguo Centro de Educación Virtual. De lunes a viernes por las mañanas acudía a la oficina y Wendy me comentaba qué tenía que hacer.
La primera semana en la UCA, coincidió con la vuelta a la semipresencialidad después de la pandemia. Las aulas volvían a llenarse y el equipo docente necesitaba asistencia con los nuevos equipos tecnológicos. Todos los días hacía tres rondas por las Aulas Magnas para arreglar conexiones entre proyectores, ordenadores y petacas de micrófonos.
Las semanas posteriores fueron todas similares. En este periodo hubo varias jornadas de auditorías y charlas públicas en el Auditorio. Todas esas charlas fueron retransmitidas y/o grabadas, tarea de la que se encarga el equipo y en muchas de ellas estuve realizando las tareas de emisión de video online y grabación.
En octubre lanzamos una maestría para el equipo docente sobre recursos multimedia. En ella tuve que impartir clases y materiales acerca de la realización de infográficos. Trabajo no ha faltado, aunque es cierto que han habido días en los que la tarea era mínima. Esos días, los usaba para pasearme a disfrutar de las instalaciones o volver antes a mi residencia y descansar.
Aquí el ritmo de vida es otro muy distinto. Las jornadas laborales son más extensas y el ocio queda reducido a los encuentros con amigos en restaurantes. La seguridad en la zona que yo estaba alojada permitía poder salir -incluso de noche- y caminar. Sin embargo no existe esa "cultura del paseo".
Si bien es cierto que entre semana estaba muy atareada con el voluntariado y los trabajos en la universidad en España, los fines de semana los he podido emplear para salir a hacer turismo y conocer el país. Rolando, mi primer amigo aquí -compañero en la residencia de estudiantes- y su grupo de amigos, fueron como una familia para mí. El primer fin de semana recuerdo ir a su casa en la costa de San Marcelino. Visité Zacatecoluca, San Rafael y pueblos sin nombre. Allí había casas de adobe, de techos de uralita y de plásticos. Los baños tenían letrinas y las calles eran caminos. Allí pude ver que la brecha urbano-rural es realmente grande. El resto de los fines de semana fueron de Rolando y sus amigos. Recorrimos todos los departamentos del país -así se llaman los equivalentes a las provincias en El Salvador- desde La unión hasta Santa Ana pasando por San Miguel y La Libertad. Daba gusto ir de ruta, allá donde miraras había verde. La flora tropical baña las laderas de los cerros y volcanes -salvo Izalco, que solo tiene arenisca negra-. Una de las escapadas que recuerdo con más cariño fue la del día de la independencia. Fuimos a recorrer la ruta de las flores: Ataco, Apaneca y Nahuizalco. En Ataco nos pilló la hora del almuerzo, y allí probé el elote loco, las riguas y el atol de maíz con canela. Sabores nuevos y distintos, pese a que no todos fueron agradables.
Ahora me voy, pero el sabor de boca es más que gratificante. Las gentes de El Salvador son, sin lugar a duda, lo que más pena me da dejar aquí, y esta experiencia una única que sin duda volvería a repetir.