Laudatio de Pilar Carrera
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Laudatio Pilar Carrera
Discurso Laudatio. 30 de Enero de 2018
No es fácil hacer una laudatio de Ian McEwan. Estamos ante una primera figura de las letras contemporáneas, estatuto mundialmente reconocido, tanto por la crítica especializada como —lo que es mucho más difícil y poco común— por sus propios colegas y por los lectores. Aunque literato stricto sensu, MacEwan forma parte también de nuestro imaginario audiovisual, debido a las numerosas y conocidas adaptaciones a la gran pantalla de algunos de sus textos, proyectos en los que, a menudo, él mismo ha colaborado como guionista.
Así que voy a evitarles la redundancia de escuchar lo que, sin duda, todos los presentes ya conocen y hablaré de mi experiencia como lectora de sus novelas, sabiendo que la experiencia de un lector tiene, en el fondo, muy poco de personal, porque su figura está prevista y anticipada en todos los relatos. Es un personaje más, que confundimos con nuestra propia subjetividad si el relato es bueno y lanza bien sus redes, como ocurre en los del magnífico narrador que es McEwan.
Todo comenzó con la recomendación de un amigo muy querido: “Tienes que leer On Chesil Beach”. Así lo hice. Entonces llegó el momento del inevitable feedback: “¿Y bien?”, me preguntó pasados unos días. “Muy interesante”, le contesté, sin más explicaciones. No me gusta herir los sentimientos de los amigos, pero, si en aquel momento hubiese sido bruscamente sincera, habría contestado: “Irritante”. Y aquí radica todo el quid de la cuestión. Hay escrituras que consideramos afines a nosotros, cuya lectura es gozosa y reconfortante, porque en ellas nos sentimos a salvo y son consonantes con nuestras ideas y nuestros gustos; hay lecturas que nos son indiferentes, que caen en el olvido, sin más, y que habitualmente lo hacen antes de la página 10, y hay lecturas (las menos) que, directamente, nos declaran la guerra, porque cuestionan nuestras certezas y, en cierto modo, nos hacen perder pie. En este contexto beligerante, que es probablemente la experiencia lectora más genuina, me encontraba yo. Después de la parca respuesta a mi amigo, empecé a darle vueltas al asunto. ¿Qué era lo que me provocaba aquella reacción, que no era ni de indiferencia ni de placer? ¿Quizás que McEwan no tenía piedad con los protagonistas y los condenaba a pagar de por vida por unos errores de juventud que eran, en gran parte, producto de las convenciones sociales que los protagonistas habían asimilado como por ósmosis? ¿Por qué los obligaba a expiar durante toda su existencia las inseguridades, los miedos y los malentendidos de la juventud? ¿Por qué los condenaba al desamor sin permitirles una segunda oportunidad? No hacía falta ningún final feliz, por supuesto, pero, al menos, pensaba para mí, no estaría mal que les concediese la posibilidad de recomenzar, aunque sólo fuese para tropezar de nuevo en la misma piedra.
Incapaz de lidiar con aquello de manera satisfactoria, dejé reposar el libro, para volver a retomarlo pasado un tiempo, después de que una especie de curiosidad casi detectivesca me hubiese llevado a frecuentar otras lecturas de McEwan, intentando encontrar claves que calmasen el desasosiego de mi yo lector y me permitiesen resituarme cómodamente en algún lugar de la institución binaria: Me gusta / No me gusta. Tengo que reconocer que fracasé rotundamente. Aquella escritura indómita y escurridiza, que se comportaba como un espía, sembrando desconcierto, estaba empeñada en hacerme habitar una tierra de nadie, una especie de purgatorio de la lectura y, con la misma obstinación de la que hacen gala algunos de los personajes de McEwan, no se dejaba enviar ni al cielo ni al infierno. “¡No va a haber manera de expiar estas lecturas!”, pensé.
Pero soy pertinaz y, pasado el desconcierto, volví a la carga, adoptando la única postura probablemente razonable: “Si no puedes con el enemigo, únete a él”, y alojé todos los libros que había reunido de McEwan en una de las baldas de mi biblioteca. No en una de las que están a ras de suelo, tampoco en las que se acercan al techo, sino en una de las intermedias, de esas que saltan a la vista. De tal manera que, cada vez que paso delante de ellos, me pongo en guardia.
Consumada así la reconciliación, por llamarla de alguna manera, con cada nueva novela de McEwan vuelven a asaltarme cuestiones que, más que acercarme a una supuesta y tranquilizadora clave de desciframiento, construyen una especie de laberinto que no queda más remedio que frecuentar a la manera del flâneur benjaminiano o del paseante de Robert Walser. Esto es: sin esperar la recompensa de ningún Minotauro.
No estoy muy de acuerdo con la perspectiva “heroica” de algunos críticos que dicen que sus libros reflejan “la banalidad del mal”. La expresión de Hannah Arendt se ha convertido en una especie de salida de socorro cuando el objeto se nos escurre entre las manos.
Por otra parte, en efecto, es verdad que, en ocasiones, hay algo de gótico y escabroso en sus historias, pero también creo que es una forma de sacar al realismo de sus casillas y de mantenerlo a raya. Por lo demás, pocos relatos hay más escabrosos y sádicos que los denominados “cuentos infantiles” que leemos a los niños con total normalidad. Seguro que Peter, su Daydreamer, estaría de acuerdo con esto y también lo estaría la desmesurada y belicosa Bad Doll.
Creo, por lo demás, que la aparente inclemencia de McEwan con sus criaturas es, en el fondo, una forma de humanismo: Que cada uno asuma sus propias decisiones, porque ningún relato, ni religioso ni secular, les va a liberar del que hayan interiorizado, consciente o inconscientemente. Cada uno debe asumir las consecuencias de las historias que cuenta a los otros y que se cuenta a sí mismo, de sus credulidades e incredulidades, de sus “descodificaciones aberrantes”, como diría Barthes, y de sus malentendidos, de su empatía o de la falta de empatía. Porque de eso se trata.
Hay una forma de realismo en McEwan que me parece especialmente interesante y radical y que tiene poco que ver con la retórica que solemos asociar a esa palabra y con el conjunto de convenciones en torno a las que se construye el llamado relato realista. Se trata de un realismo de orden comunicativo. Por retomar un concepto característico de la Teoría de la comunicación, el centro de las interacciones entre los personajes que pueblan las novelas de McEwan no es la supuesta transparencia, ni la identidad ideal entre lo que alguien dice y lo que alguien descodifica, sino lo que tradicionalmente se ha considerado un elemento disfuncional en la comunicación: el ruido, entendido como aquello que se adhiere a la señal emitida generando interferencias. El ruido y el secreto que, por lo demás, son el verdadero centro de toda actividad comunicativa: Personal, política y, por supuesto, artística. En este último caso, ya no como método para alcanzar determinados fines, sino como materia del relato artístico y fuente de la que se alimenta.
McEwan ha concedido a sus personajes el derecho a permanecer secretos, a seguir sorprendiendo y desconcertando, a expiar sus acciones y, si lo desean, a hundirse sin atenuantes, incluso a narrar mientras flotan en el líquido amniótico. Recordemos al protagonista de Rashomon, la película de Akira Kurosawa, que reivindicaba el derecho a ser considerado culpable y, de este modo, liberarse. Liberarse, en primer lugar, de un relato proliferante, encasquillado. Ese derecho, que en las películas y en los libros suele ser únicamente prerrogativa de los malvados, McEwan se lo otorga en sus textos al más común de los mortales. Pero, sobre todo, ha concedido al lector la libertad del desconcierto, de descubrir los placeres de un laberinto sin otra recompensa que su propia frecuentación.
Debemos felicitarnos por la incorporación a nuestro claustro de un intelectual de la talla de Ian McEwan, cuya obra nos ha enseñado a reflexionar sobre las contradicciones, tanto individuales como colectivas, que nos constituyen en tanto sujetos en un mundo que ha hecho de la noción de crisis su seña de identidad.
Gracias por su atención.